El reino de los espejos
Lentamente, el invierno se iba. A medida que agosto quedaba en el recuerdo y septiembre se acercaba a su meridiano, el verde empezaba a reemplazar a los ocres en cada rincón del paisaje. Las tardes se volvían de a poco más amables y los colores de la primavera retornaban, floreciendo por doquier. El pueblo era un breve conjunto de casas que había crecido al borde de una arbolada añil. Surgió, un hogar a la vez, hacía un centenar de años, en ese lugar alejado de los ruidos y la contaminación que asolaba a las grandes ciudades. Un lago a su vera y las montañas en el horizonte daban un marco de irrealidad que hacía vibrar a las almas en la frecuencia que más les agradaba. Con el tiempo, algunas de las novedades de la tecnología habían empezado a hacerse presentes, pero el caserío aún guardaba ese encanto de atemporalidad que tanto les gustaba a los lugareños; aunque, es justo decir, la sangre de los más jóvenes bullía por la ausencia