El reino de los espejos

Lentamente, el invierno se iba. A medida que agosto quedaba en el recuerdo y septiembre se acercaba a su meridiano, el verde empezaba a reemplazar a los ocres en cada rincón del paisaje. Las tardes se volvían de a poco más amables y los colores de la primavera retornaban, floreciendo por doquier.

El pueblo era un breve conjunto de casas que había crecido al borde de una arbolada añil. Surgió, un hogar a la vez, hacía un centenar de años, en ese lugar alejado de los ruidos y la contaminación que asolaba a las grandes ciudades. Un lago a su vera y las montañas en el horizonte daban un marco de irrealidad que hacía vibrar a las almas en la frecuencia que más les agradaba. Con el tiempo, algunas de las novedades de la tecnología habían empezado a hacerse presentes, pero el caserío aún guardaba ese encanto de atemporalidad que tanto les gustaba a los lugareños; aunque, es justo decir, la sangre de los más jóvenes bullía por la ausencia de las experiencias innovadoras que allí no podrían conseguir.

Esa mañana tibia, una serie de carromatos coloridos había desfilado por los cuatrocientos metros de la calle principal rumbo al claro que se extendía en las afueras de la ciudad, justo antes de que empezara el bosque. Allí detuvieron su camino y una veintena de hombres y mujeres con laboriosidad de hormigas empezaron a descargar una infinidad de caños, lonas y chapas, ante los atentos ojos de los niños que los habían seguido durante todo su recorrido.

En poco más de dos días, una feria había florecido en el lugar. Detrás de un primitivo vallado, podía adivinarse una vuelta al mundo, los autitos chocadores, varios stands donde seguramente se desarrollarían juegos de kermés y muchas otras estructuras cuyo fin no resultaba claro aún. Todo estaba listo para la inauguración, que sería el 21 de septiembre, día de la juventud y comienzo de la primavera, como podía leerse en los cientos de folletos que se repartieron esa tarde por todo el pueblo.

Los habitantes lucían visiblemente emocionados ante la novedad. Allí no pasaban demasiadas cosas, así que la presencia de la feria sería un hito que recordarían durante un largo tiempo.

Arnaldo, un joven de 25 años, volvía de su trabajo en el único kiosco del poblado cuando uno de esos panfletos publicitarios llegó hasta sus manos.

La idea surgió de forma inmediata en su cabeza y, sin dudarlo ni un segundo, llamó a Micaela, su novia, y la invitó a ir a la inauguración del evento al día siguiente. Cumplirían dos años de novios y le pareció un buen modo de festejarlos.

Apenas el sol del equinoccio cayó tras las montañas, Arnaldo pasó a buscar a Micaela por su casa. Al verse, se abrazaron y besaron apasionadamente, y él aprovechó el momento para obsequiarle una media medalla, un tipo de collar cuyo dije simulaba un corazón partido en dos. Cada parte de la pareja llevaría una de las mitades en su cuello como símbolo del amor que se tenían. Se las colocaron el uno al otro y, tomados de la mano, se dirigieron hacia la feria.

Se subieron a cuanta atracción encontraron: la Vuelta al Mundo, el Gusano Loco, el Toro Mecánico, el Samba, la Calesita, el Martillo y algunas más. Comieron algodón de azúcar y se besaron en cada recodo que pudieron. Arnaldo ganó un osito para ella en la kermés, disparándoles a unos patitos de hule. La noche lucía maravillosa, hermosa, única.

Ya eran cerca de las doce cuando, creyendo haber recorrido todos los juegos, se aprestaron a volver. Fue en ese momento cuando les llamó la atención algo que no recordaban haber visto antes.

En un rincón, casi lindante con el bosque, había una estructura de chapa en cuya entrada podía verse un cartel luminoso que rezaba:

“El reino de los espejos”

Debajo había un cartel más pequeño, escrito claramente a mano, con una letra muy prolija. Tenía una frase en otro idioma. A Arnaldo le sonó a algo que bien podría haber dicho su abuelo venido de Italia durante la Gran Guerra:

“Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate”[1]

No creyeron que esas palabras tuvieran la menor importancia.

—¿Vamos, Mica? Parece que es la única que nos faltale dijo Arnaldo a su novia.

—Pero no tenemos más boletos. Gastamos los últimos en los autitos chocadores —dijo ella.

—¡Es verdad! —Arnaldo respondió afligido y metió las manos en los costados de su buzo. En ese momento sintió que tocaba algo semirrígido con la punta de los dedos. Sorprendido, extrajo del bolsillo un par de tickets que podía jurar que no tenía un instante atrás— ¡Esperá, mirá, quedan dos! ¡Creí que no teníamos más!

Incrédulos por su buena fortuna, ambos se acercaron hasta la puerta de esa atracción, desde donde una mujer entrada en años, con la cara surcada por arrugas, los observaba detenidamente. Cuando estuvieron frente a ella, les soltó un discurso desganado, aprendido de memoria a través de los tiempos:

—¡Pasen y vean! ¡El auténtico REINO DE LOS ESPEJOS! Un mundo mágico que los enfrentará con ustedes mismos. ¡Verán lo que son, lo que esconden, lo que pueden ser! Micaela sintió algo raro, una especie de angustia en su pecho que no comprendía, como si algo dentro suyo la conminara a huir de allí en ese instante. Su novio, en cambio, parecía obnubilado por las palabras de la anciana.

¡Vamos! —exclamó entusiasmado.

Me siento algo incómoda, no sé si quiero entrar—respondió ella, atravesada por esa sensación premonitoria. Arnaldo abrió la boca para contestarle cuando la mujer volvió a hablar. Esta vez sus ojos se pusieron blancos y el tono de su voz se volvió más oscuro, firme, como si no fuera ella misma:

—¡Pero cuidado! Los espejos muestran cosas raras, cosas que fueron, cosas que podrían ser. No todo será divertido, y el precio podría parecerles excesivo. Ese ticket que tenéis en vuestras manos es solo para elegidos. No toméis la decisión de atravesar la puerta a la ligera.

Micaela tembló, y suplicó:

Vámonos, por favor. ¡Tengo mucho miedo! Esto no me gusta nada...

—¿Mica, no te das cuenta de que solo es un efecto para asustar a los pueblerinos como nosotros? ¡Vamos! ¡Va a ser divertido! ¡Capaz que hasta es romántico! Es nuestro aniversario, no me vas a dejar solo.

Micaela, insegura, asintió con la cabeza. Arnaldo le dio los boletos a la mujer que lucía otra vez normal y ambos entraron al Reino de los Espejos.

El lugar al que llegaron estaba en penumbras, solo iluminado por unas bombillas rojas que amenazaban con fallar en cualquier momento. Frente a ellos, encontraron tres espejos. Al acercarse al primero, vieron su imagen deformada; parecían altos y esmirriados. Ambos se rieron con ganas. El segundo espejo mostraba el efecto inverso, ahora eran petisos y gordos como esas viejas damajuanas de vino que vendían en el almacén de don Pedro. En el tercero, el reflejo les devolvía a dos personas cabeza abajo. Micaela estaba ahora mucho más tranquila. Pensó que su miedo anterior era injustificado, que había sido una tonta.

En esa sala no había más espejos, pero dos puertas se abrían ante ellos; una tenía el mismo lema que el cartel de la entrada: “LASCIATE OGNI SPERANZA, VOI CH’ENTRATE”. La otra era un típico cartel luminoso verde y blanco de SALIDA. Sin dudarlo, atravesaron la primera de ellas.

En la sala contigua, los esperaba otro juego de espejos similar al anterior.

Para sorpresa de ambos, aquí lo que vieron no fue su imagen deformada de mil formas, sino retazos amables de su vida pasada.

En el primero, Arnaldo se vio de niño. Tendría unos cinco años y estaba jugando con su padre a armar una casita hecha de bloques de ladrillitos. El reflejo de Micaela, en cambio, le devolvió una escena en la que estaba saltando a la rayuela con sus primas. Creía recordar ese momento del casamiento de su tía Laura, cuando ella apenas había empezado a hablar.

En el siguiente espejo, Arnaldo pudo ver cuando se le cayó su primer diente y lo puso bajo la almohada para esperar la llegada del ratón Pérez; a la vez que Micaela recordó su primer día de clase, cuando conoció a Martina, su mejor amiga.

En el tercer espejo, una Micaela con la bandera al hombro sonreía feliz en el acto de egresados de la escuela primaria. Arnaldo esta vez se encontraba en el baño de la escuela con su barra de amigos, fumando y haciéndose bromas.

Se miraron y se rieron. Casi no recordaban esas cosas, guardadas en un pasado que ya les resultaba lejano. La experiencia era extraña, pero ahora estaban entusiasmados y curiosos, así que ni se les cruzó por la cabeza usar la puerta de salida. Al igual que la vez anterior, se escurrieron por la que tenía la leyenda misteriosa escrita a mano.

Esta vez, solo había dos espejos y la sala estaba algo más oscura. Los reflejos que mostraban también habían cambiado ostensiblemente.

Al acercarse al primero de ellos, Arnaldo se vio adolescente, en el comedor con sus padres. Fue cuando había descubierto que su familia la pasaba muy mal económicamente y tuvo que tomar la decisión de dejar de estudiar para ir a trabajar y poder ayudar en la casa. Este recuerdo lo golpeó con fuerza ya que sabía que en ese momento se habían frustrado todas sus ambiciones de progreso.

En el otro espejo vio a su primera novia rompiendo con él. Ella quería casarse con un doctor y él no iba a llegar nunca a nada, sobre todo ahora que había dejado el colegio. Es cierto que después conoció a Micaela, pero nunca pudo olvidar del todo a Isabel. Más de una noche aún la añoraba en secreto.

La experiencia de Micaela también la llevó por tortuosos caminos que no hubiera querido recorrer. En el primer reflejo vio el recuerdo doloroso de su abuela agonizando cuando ella tenía 15 años. Era como si la herida se hubiera vuelto a abrir y todo el dolor de entonces aflorara sin contención.

En el otro, vio una imagen que no comprendió. La media medalla que Arnaldo le había dado esa tarde estaba tirada en la orilla del lago. La sensación de amenaza que la había embargado antes de entrar volvió a invadirla con mucha más intensidad. Parecía como si una bota presionara sobre su pecho hasta casi hacerla sentir que se estaba asfixiando.

—Vámonos de acá, ya no está bueno —le dijo llorando a Arnaldo.

Él parecía ausente, embargado en sus propios recuerdos. Ella insistió.

—¡No seas cobarde! —reaccionó al fin Arnaldo, sin rastro de dulzura en su voz— ¡Vamos hasta el final!

La pelea estalló en un segundo. Ella le rogó una y otra vez, le dijo que no quería seguir. Él le gritó que de ninguna manera se iba a ir sin saber qué había más adelante.

—¡Siempre lo supe! ¡Isabel no me abandonaría jamás!¡Con ella mi vida sería otra! —rugió Arnaldo.

—¡Idiota, desagradecido, ella ya te abandonó hace mucho! ¡Y hasta acá llego yo! —dijo llorando Micaela y, sin dudarlo, salió corriendo por la puerta de emergencia.

Arnaldo estaba furioso. Quiso seguirla, pero en el últi mo segundo se arrepintió y tomó el otro camino, donde una vez más ese mensaje que parecía una advertencia se repetía sobre el dintel.

Cuando entró en la nueva sala, se encontró con dos espejos más. En el primero de ellos, Arnaldo se vio como un hombre mayor, con una panza incipiente y una calvicie ya avanzada, dos grandes ojeras se dibujaban en su cara. Se encontraba casado con una mujer que no reconoció. Notó en su propio rostro avejentado que no era un hombre feliz. Un par de niños revoltosos saltaban alrededor de la lastimosa figura. Parecían burlarse del pobre tipo que simplemente trataba de ignorarlos. Supuso que probablemente ni siquiera serían sus hijos.

El siguiente reflejo lo mostraba solo en un departamento roñoso. Ya rondaría los sesenta largos. Imaginó que estaría separado. Una botella de whisky casi vacía, un cenicero lleno en la mesita ratona y una porción de pizza fría en una caja grasosa de cartón le daban marco a la escena. Las ropas que vestía parecían andrajos dignos de un pordiosero. Se lo veía sucio y desprolijo. Un perro viejo y pulguiento parecía ser su único compañero.

Arnaldo, estaba estupefacto.

—¡No puede ser así! —se dijo— ¡Tiene que mejorar!

Aún quedaban dos puertas delante de él: una con las palabras repetidas hasta el cansancio:

LASCIATE OGNI SPERANZA, VOI CH’ENTRATE

La otra, en esta ocasión decía: ÚLTIMA SALIDA.

Dudó, realmente tenía miedo. Las imágenes que acababa de ver habían hecho mella en su carácter. Pero necesitaba saberlo. Aterrado como nunca antes, ignoró la salida y cruzó temblando la otra puerta.

En la última sala solo había un espejo viejo, con un marco dorado muy ornamentado. No había puerta de salida por ningún lado. La habitación lucía sucia y oscura, húmeda. La única luz, que titilaba renuente, no mejoraba mucho la apariencia de la estancia. Arnaldo se acercó temeroso hasta el cristal. Sabía que lo más prudente sería no mirar, pero sus ojos ya no pudieron evitar zambullirse en el reflejo. Su rostro se fue transformando progresivamente en una máscara triste, amarga. Toda esperanza desapareció de su mirada que se fue humedeciendo anegada por las lágrimas que no pudo controlar, mientras iba cayendo de rodillas, agobiado.

A la mañana siguiente, el cadáver del joven fue descubierto por unos chicos que jugaban en el bosque, detrás de la feria. No tenía signos de violencia, por lo que los paramédicos dijeron que probablemente había sufrido un ataque cardíaco. Los policías, más por rutina que por otra cosa, le hicieron un par de preguntas a la gente del lugar y luego se marcharon indiferentes. Micaela llegó llorando justo cuando la ambulancia partía con la sirena al viento.

Cuando ya no quedaban ojos curiosos en el predio, la anciana que regenteaba la atracción salió a paso lento de su carromato e ingresó al Reino de los Espejos. Mientras recorría las diferentes salas, como si de un ritual se tratara, apagaba las lamparitas rojas una a una.

Al llegar a la última estancia suspiró pesadamente y pensó: “Los jóvenes nunca hacen caso de las advertencias”. Después observó el espejo de marco dorado, el único de la sala. En el reflejo vio a un anciano que miraba con tristeza una media medalla que colgaba de su cuello. Como tantas veces a lo largo de los siglos, la mujer apagó la luz y volvió desandando el camino por donde había venido.



[1] “Abandonad toda esperanza vosotros que entráis aquí”


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