El túnel de la estación

 

A los diecinueve años era  un joven promedio; algo problemático y bastante vago, como corresponde a cualquier crío de esa edad. Hacía cinco años que mi familia se había mudado a este pueblo y yo no le tenía mucho afecto. No podía acostumbrarme a vivir aquí, tan lejos de la gran ciudad donde había nacido.

Por muchas vueltas que le di después, siempre supe que no había forma de que estuviera preparado para lo que pasó ese mediodía.

Las campanas de la iglesia que está en la plaza,  acababan de marcar la una de la tarde,  eso quería decir que otra vez estaba llegando tarde a clase.  Aún estaba cruzando el boulevard de la avenida Bernardo de Irigoyen, lo que significaba que me quedaban como cuatro cuadras para llegar al Nacional Numero 2 que estaba enfrente de la Placita Sur. Yo ya estaba hasta el tope con las faltas y no podía darme el lujo de quedar libre y repetir otro año.

La manera más rápida de llegar al colegio era atravesar el túnel peatonal que pasaba por debajo de las vías, en la estación. Ésta era un conjunto arquitectónico, raro, ambiguo. En el lado en que me encontraba, todo era modernidad y eficiencia, mucho metal, chapa pintada de colores flúor y poca protección si es que llovía. Del lado sur, en cambio, un edificio viejo se mantenía en pie, algo dañado por los años, pero fiel testigo de otras épocas más opulentas, un resquicio que aún permanecía de cuando los ferrocarriles eran ingleses.

Crucé el arco de entrada al andén, donde una gitana estaba sentada leyendo la fortuna y me dirigí a toda velocidad hacia la derecha, rumbo al túnel. Si me apuraba, en menos de cinco minutos podría llegar a la escuela, antes de que el celador tomara asistencia. Iba tan compenetrado en ese pensamiento que no me di cuenta de que de la boca oscura del pasaje subterráneo, asomaba un bulto que, por supuesto, me llevé puesto, desparramándome por el suelo cuan largo era.

No sé cómo no me di cuenta antes, como no me percaté del tufo a mugre acumulada, que inundaba el aire. De pronto, pareció que todos los basurales del camino del Buen Ayre estaban reunidos sobre ese cuerpo parado frente a mí. El linyera del pueblo había salido del túnel y me miraba con los ojos inyectados en sangre.

Sabía que el pobre hombre solía deambular desde hacía años por el pueblo, sin rumbo fijo. Vestía harapos y andaba indefectiblemente descalzo. Su cara barbuda y sus pelos grasosos y largos, no permitían apreciar la cara que había debajo. Sobre su espalda arqueada llevaba un hato de arpillera, tan mugriento como él, que ahora estaba tirado a sus pies.

Me asusté cuando, sus manos, siempre esquivas al contacto ajeno, me atenazaron los hombros con fuerza y me levantaron sin dulzura del piso. Lucía desesperado.

Con voz temblorosa, como si no estuviera acostumbrado a hablar,  me dijo:

—No vayas por ahí…

Yo sabía que llegaba tarde, así que sin demasiada contemplación me solté de su agarre y me sumergí corriendo en el túnel.

Cuando bajé el último escalón y antes de meterme bajo las vías, me volví. El viejo me miraba angustiado.

“Pobre tipo”, me dije y me interné en la cavidad subterránea a toda velocidad.

Me tomó menos de un minuto darme cuenta de que algo raro pasaba. El túnel no tenía más de veinte metros, pero, cuando levanté la cabeza, no pude ver donde terminaba. Me detuve extrañado, miré para atrás y,  entonces, tuve miedo: tampoco alcanzaba a vislumbrar la entrada por donde había bajado.

Volví a correr, ahora desesperado, no sé durante cuánto tiempo, calculo que debe haber sido al menos media hora. El pasadizo parecía extenderse en ambas direcciones hasta el infinito, como si fuera el vientre de una serpiente de cemento que me estaba digiriendo lentamente.

Cuando me cansé, seguí avanzando, despacio, tratando de entender qué pasaba allí. A lo lejos, vi una luz que parpadeaba y de pronto sentí un frio gélido que recorrió mi columna vertebral.

Cuando llegué al lugar, encontré  un puñado de velas negras semi derretidas, y a punto de apagarse. Junto a ellas había unos huesitos de algún animal pequeño desparramados sin un orden lógico, al menos para mí. De pronto,  los tubos fluorescentes dejaron de funcionar, en el mismo instante en que las velas terminaron de consumirse.  Desesperado, saqué mi celular para alumbrarme. Volví a mirar las velas, y descubrí horrorizado que el sacrificio óseo ya no estaba. Me percaté de que había algo escrito en mitad de la pared, que no había visto antes:

 

“Non videmus manicae quod in tergo est”

 

 

Inquieto, busqué la traducción en Google:

 

“No podemos ver la carga que llevamos a nuestras espadas”

 

Automáticamente pensé en el hato que el linyera llevaba encima y  me sentí mareado. El teléfono se resbaló de mis manos y cayó haciendo ruido. Otra vez reinó la oscuridad y por más que tanteé buscándolo no pude hallar el aparato.

Sin saber qué más hacer, seguí caminando en la oscuridad más absoluta, hasta que por fin divisé una luz adelante mío.

Allí estaban los escalones del lado sur del túnel. Los subí temeroso, y mi miedo estuvo justificado cuando llegué al nivel del suelo.

Aún estaba en la estación de General Rodríguez, pero todo había cambiado.

El andén estaba atestado de gente que esperaba el tren y noté algo raro: todos vestían de una forma extraña, parecían salidos de una de esas películas de Palito Ortega o de Sandrini que mi abuelo solía mirar cada tanto en el canal Volver. Los hombres vestían camisa y pantalones tipo Oxford.  Las mujeres llevaban polleras o vestidos, y muy pocas lucían pantalones, cosa que me extrañó mucho. Nadie usaba jeans… ni zapatillas... Una chica con actitud de fastidio hamacaba  un cochecito que parecía salido de Él bebe de Rosemary, una película viejísima con la que mis primos me habían traumado cuando tenía cinco años.

Otra cosa que me llamó la atención era que la estación lucía impecable, cada ladrillo parecía recién colocado. Un guarda vestido de manera anticuada, estaba parado en la puerta de la oficina ferroviaria. Del otro lado de las vías, la estructura metálica y modernosa había desaparecido y en su lugar, ahora había un refugio de cemento y madera con el techo de chapa. Un banco muy largo descansaba contra una pared cuya mitad superior estaba formada por ladrillos de vidrio. Lo único que permanecía imperturbable era la gitana sentada bajo el arco de entrada.

Confundido, solo atiné a seguir rumbo a la escuela, pero no pude ingresar. La puerta estaba cerrada y un portero, totalmente desconocido no parecía escucharme, y eso que yo le gritaba pidiéndole que me abriera. Lo que más me preocupó fue que todos los chicos que veía en el patio, a través del alambrado, llevaban pulcros guardapolvos blancos y estaban peinados de forma muy rara; otra vez pensé en mi abuelo cuando era joven.

Incapaz de saber si estaba inmerso en una pesadilla, no vi más solución que volver a hacer el camino inverso por el túnel para volver a mi realidad, o despertarme, si ese fuera el caso. Cuando quise poner el pie en el primer escalón sentí como si una fuerza extraña me lo impidiera. Sin embargo, podía ver a la gente entrar y salir de ambos lados, así que opté por pedir ayuda. Nadie parecía escucharme, todos me pasaban por al lado, ignorándome. Sé que no era invisible porque algunos me miraban extrañados, como si fuera un bicho raro, y hasta hubo quien quiso hablarme, aunque yo no pude hacerme entender.

Al borde de las lágrimas, salté sobre las vías, para tratar de ingresar al túnel por el otro lado, y  el resultado fue exactamente el mismo.

Traté de ir a mi casa, que era un dúplex muy moderno que mi familia alquilaba sobre Pedro Whelam, atrás de la iglesia. Ahí fue donde el mundo se me vino abajo. Adonde debía estar el edificio de grandes ventanas vidriadas donde vivía, había ahora una construcción de un estilo muy antiguo, casi colonial.

Desahuciado volví a la estación e  intenté cruzar el túnel para deshacer esa locura en la que estaba inmerso: veinte veces probé ese día, y cincuenta más al siguiente. Durante varias noches dormí en un banco en la plaza. Ni siquiera tenía hambre. Luego de una semana de desesperación, me resigne y empecé a caminar por la ciudad.

Descubrí que estaba en el mismo General Rodríguez que yo conocía, pero todo era muy distinto. En primer lugar, los autos parecían salidos de un museo: Ford Falcón, Chevrolet 400, Valiant, Taunus, Fiat 128, Gordinis y muchas otras marcas que ni siquiera conocía. Y no eran las únicas cosas que estaban cambiadas. La iglesia estaba casi igual, sin embargo, en la estatua de Martin Rodríguez no había rejas, solo unas cadenas ornamentales que separaban a los transeúntes del monumento. Enfrente de la municipalidad, había un lago artificial y un puente que le daban un marco de ensueño al lugar, frente a una ermita de la Virgen de la Salud que yo nunca había visto allí. El resto de la ciudad había mutado también, los negocios eran otros, los edificios brillaban por su ausencia. ¡Todo era tan extraño!

Creí enloquecer. La gente con que me cruzaba se extrañaba por mi apariencia: no sabían que era de otro siglo, y para colmo de males, yo no podía entablar conversación con ellos; era como si de mi boca no saliesen palabras, sino unos sonidos guturales y salvajes.

Lloré mucho durante los primeros años, muchas veces traté de cruzar el túnel para volver a mi lugar de origen. Al final, no me quedó más que aceptar con resignación que  ya no iba a poder hacerlo.

Casi sin darme cuenta, me encorvé, envejecí,  y aprendí a vivir de otra forma, rodeado de personas, y sin embargo, absolutamente  solo. La gente, cada vez estaba más lejos de mí, y yo sufría mucho por eso. Pero, como todo en la vida, me terminé acostumbrando.

Muchos años más pasaron hasta que un día, luego de almorzar, me descubrí  en la boca del túnel de la estación, del lado sur de la ciudad. Hacía siglos que ya no intentaba cruzar. En esa ocasión, una corazonada me hizo probar una vez más. La gitana del otro lado de las vías tenía la mirada clavada en mí.  Tímidamente y listo para un nuevo rechazo, adelanté mi pie hacia el primer escalón. Para mi sorpresa, pisé el cemento, diez centímetros más abajo.

Incrédulo y feliz, por primera vez en mucho tiempo, me acomodé el hato de arpillera en la espalda y me dispuse a sumergirme en el pasaje subterráneo.

La alegría me duro poco: apenas hasta que divise al joven que acababa de entrar corriendo en la estación, del otro lado, sin saber que estaba a punto de chocarse con su destino.

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