La cárcel de Asterión (Variación sobre La Casa de Asterión de J.L. Borges)
Tardes enteras he pasado trepada a los muros, viéndolo
reventarse la cabeza contra ellos. Su sangre es roja, la he visto derramarse
por su hocico siempre húmedo. No sé porque lo hace, parece un arrebato de
locura, como si la diosa Lisa se divirtiese danzando en su sesera. Su hado es
horrible. Yo misma estuve a punto de
terminar en este sitio de perdición. Pero Minos creyó que era mejor verme
desfallecer a diario ante su regodeo, que permitirme la agonía rápida y un
lento blanqueo indoloro de mis huesos al sol del Laberinto. Hoy puedo ver que tenía
razón. Fue astuto, muy astuto cuando encargó a Dédalo que, al terminar su obra,
adosara a ella esa simple escalera que trepa a lo más alto de sus muros. Solo
bastó que la viera, para saberme condenada a gastar cada escalón miles de veces,
para poder llegar hasta aquí, para poder observarlo en su soledad, tan dolorosa
no solo para él.
Sé que me acusan de lujuria, de perversión más allá de lo
humano, olvidan que mi estirpe es divina. Es vano tratar de decir que fue Poseidón
quien insufló en mí esa locura, y que fue por la codicia de mi pérfido consorte
que el dios se vengó. Para todos soy la culpable de que él haya nacido. Supe
del horror al ver la cara de la partera.
Quisieron matarlo, pero no lo permití. Androgeo, Glauco y Catreo, mis
otros hijos varones, protegieron mi deseo.
Y fue así, como Asterión, recibió el nombre de mi difunto
suegro; aunque Minos se jacte ante quien quiera oírlo de ser un vástago más de
Zeus.
Finalmente, la sentencia de muerte se aplazó; ahora no estoy
segura de que haya sido lo mejor.
A pesar de todo, tratamos de enseñarle las maneras humanas.
Ardua tarea fue. Fruto del esfuerzo de nuestros hombres más sabios, algunas palabras logró pronunciar, cierto que
entremezcladas con sonidos guturales y bufidos ansiosos. A través del habla fue
como supimos que no todo era animal en él.
Sin embargo, nunca pudimos lograr que comprendiera el lenguaje escrito, cualquier
intento terminaba en estallidos de impaciencia taurina. Aunque es cierto
también que nuestro escriba más viejo se esmeraba siempre, narrándole
historias que nunca supimos si llegaba a
entender.
Fue después de 12 años, no sé si por maldad o por su propia
inocente brutalidad, que empezó a matar. Primero fue un siervo, luego un niño, luego una doncella. Se corrió el rumor de que comía carne humana,
pero solo fueron calumnias; en esos años aun no la había probado. Como sea, las
quejas llevaron a Minos a impulsar la construcción de esta mole llena de
vericuetos para poder olvidarlo en ella.
Y así fue hasta la
vez que el rey venció a los atenienses,
tras el asesinato de mi Androgeo. Guiado por el Oráculo de Delfos determinó que, cada nueve años, nueve jóvenes
fueran rendidos en tributo al laberinto, para que nunca más olvidaran su lugar.
Fue entonces que el castigo de un dios se convirtió en el arma de un hombre. Así he visto desde lo alto de este muro, como
efebos y doncellas vagaban perdidos por los patios y pasillos hasta que mi hijo
los encontraba y reclamaba sus cuerpos para sí. Las primeras ocasiones, aun sin
entender Asterión la periodicidad del sacrificio, la situación se prolongaba
por días. A medida que fue comprendiéndola, la resolución se fue haciendo cada
vez más inmediata. Sus restos tristes aún perduran diseminados por el azar,
donde cayeron.
En el laberinto, los lugares se repiten hasta el infinito: patios,
recovecos, aljibes, abrevaderos. Cada vez que se gira una esquina el paisaje es
el mismo, a veces, que se acaba de dejar atrás. La idea obvia es que nadie
pueda salir de él. El lugar es inmenso, pero solo desde mis alturas puede
comprenderse la monstruosidad que pergeñó y llevo a cabo el astuto Dédalo.
Lo único que no se repite es la entrada que mira al palacio,
que yace a escasas 10 yardas de aquí.
Esa única boca, perfectamente visible desde mi ventana, adrede puesta ahí para
que nunca me alcance el olvido, tiene dos guardias que velan en ella día y
noche.
Una vez, hace unos años, Asterión, en una de sus tantas vueltas por los pasillos, encontró la salida.
Fue solo verlo y huir espantados para las dos pobres almas que debían custodiar
esa frontera sin cerraduras. Él, extrañado se internó por las calles de Cnosos,
no tan distante de allí. Yo baje presurosa mi escalera y lo seguí: Temí, no sé
si por él, no sé si por la plebe que se agolparía a esas horas en los mercados.
Yendo varios pasos detrás, creí escuchar que me llamaba, creí adivinar la
palabra mamá en su gruñido ronco, y eso me detuvo unos segundos con un nudo en
la garganta. Cuando volví en mí ya no estaba, así que me apure hacia la ciudad.
Allí todo era un pandemónium. La gente corría aterrorizada hacia todos lados.
Lo encontré frente al templo de las hachas donde algunos trataban de trepar a
las columnas; pero sus esfuerzos apenas le permitían sobrepasar los estilóbatos de las mismas.
Luego, lo vi llegar hasta el Egeo y
quedarse embelesado frente al ronroneo de las olas contra las piedras de la
costa. Lo noté confundido, si es que acaso yo pudiera traducir algún gesto en
su rostro. Tras algunos minutos así, agacho la cabeza y emprendió el retorno por el mismo sendero
por el que había venido. Minos, sin
dilación, había hecho marchar a sus hombres hacia la ciudad, pero cuando ellos
llegaron, él ya se había internado en las fauces de esa prisión que, acaso,
ahora era el único lugar que consideraba su hogar.
Muchas veces más lo he observado, como ahora, sufriendo sin atreverme
a preguntarme si estaba aquí para castigarme a mí misma por haberme permitido
desear. Otras, las preguntas han caído a raudales: ¿Me amará? ¿Me recordará
siquiera? ¿Me culpará? Debería ser un príncipe; por herencia lo es ¿Fui yo
quien lo convirtió en esto? Una vez casi me ve: como tantas otras levanto la
cabeza al cielo, hacia donde yo justo estaba agazapada y se quedó como
pensando, si es que eso fuera posible aún. Mi padre Helios lo encandilo
clemente en ese instante; y yo quede con mis lágrimas florecientes, mientras
veía en sus ojos que no me miraban un dejo de tristeza que aún me persigue por
las noches.
Mientras tanto los jóvenes siguen llegando. Ahora, además de
las víctimas para el sacrificio, vienen guerreros de todos los confines, desde Córcira a Samotracia, confiados en una
victoria sobre la bestia que Niké nunca les otorga. La última vez, pude hablar
con uno de ellos, le prometí un dinero para su familia en Atenas si accedía a
llevarle un mensaje. Lo vi gritárselo justo antes de que Asterión destrozase su
cabeza contra la pared. Lo oí decirle que la próxima sería la última, que iba a
recibir un salvador. Es que yo no puedo verlo más así. A veces me da asco su
forma brutal, es cierto; pero otras, las más, sufro en silencio; mi matriz
parece tener memoria de su forma, de sus huellas inocentes presionando en mis
entrañas. Desde aquello del joven, lo
veo recorrer los pasillos como hablando con alguien que no puedo ver. Parece más
feliz en esos instantes. De todas formas, me pregunto si habrá enloquecido
finamente. No lo culpo, no entiendo cómo pudo resistir tanto sin hacerlo.
Mañana hablare con Ariadna. Ella, este ovillo y esta espada son
las claves de mi plan. Pero eso será cuando llegue el próximo barco. Ahora es tiempo de bajar.
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Cien mañanas despues lo vi entrar henchido de orgullo,
revestido de su armadura de bronce, con la espada brillando en una mano y el hilo empezando a
desenroscarse, quizás hacia las tijeras de Átropos, en la otra. Mientras, mi
hija lo esperaba en la puerta, ansiosa del resultado. Yo no pude, no quise
saber si Teseo enrollaría el ovillo otra vez, sabía el significado de aquello. Después
de todo, Asterión, nunca dejo de ser mi niño. Me di la vuelta en silencio y con
el laberinto a mis espadas, por primera vez en muchos años mis ojos sucumbieron
en un mar.
Walter Peifer
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