La última verdad


Ese año, Aina y Paul habían decidido hacer el viaje por el Reino Unido que venían soñando desde que se habían conocido. Él, oriundo de Exeter y ella catalana de pura cepa, habían coincidido hacía casi un lustro en una visita a la Sagrada Familia. Un mes más tarde, la idea surgió en una charla a la sombra de La Pedrera; a la vez que decidían, como parte del mismo paquete, compartir un piso en la ciudad. Después de tres años de convivencia feliz en el bohemio barrio de Gracia, finalmente había llegado el momento de hacer las mochilas.

Luego de una primera etapa, que incluyó la visita a la familia de Paul en el sur de Inglaterra y un par de semanas felices en Londres, estaban listos para recorrer su próximo destino: la mágica y misteriosa Escocia.

Ambos eran ávidos lectores, de esos que devoraban con ojos famélicos casi cualquier cosa con letras que llegara a sus manos. Aina, en particular, había adquirido en el último año una cierta obsesión por Outlander, la saga de novelas de la estadounidense Diana Gabaldon. No solo había acabado en tiempo record con todos los libros, también había visto la serie de tv, comparando constantemente las diferencias entre ambas versiones. Fue por eso, que Inverness se posicionó como destino obligado del viaje, antes aún que la más obvia Edimburgo. Es que esa pequeña ciudad de sesenta mil habitantes, era el escenario donde Claire, la protagonista de la historia en cuestión, había empezado su travesía a través del tiempo y la pasión. 

Fue por ello que ese lunes arribaron a la estación de King Cross para tomar el servicio de ScotRail que salía a las nueve de la mañana con destino a las Highlands. Mientras esperaban que llegara el tren, bromearon buscando la Plataforma 9 ¾, para ver si conseguían un pasaje mágico a Hogwarts, pero para su sorpresa y desilusión descubrieron que el edificio solo tenía ocho andenes. Finalmente, con un retraso de apenas cinco minutos iniciaron su viaje a través de medio Reino Unido, alojados en una cómoda cabina.

Llegaron a Inverness alrededor de las cinco de la tarde. Al bajar los sorprendió la fresca, casi fría temperatura del aire, típica de esas latitudes tan boreales. Ajustaron sus abrigos y luego de cruzar el hall le preguntaron a un vendedor de periódicos que voceaba sobre la Academy Street, si sabía dónde podían hospedarse. Mas por sacárselos de encima que por otra cosa, les recomendó un pequeño hostel a pocas cuadras de allí.

Así fue como llegaron al Bazpackers, un viejo edificio montado sobre una pequeña elevación, lo que en la práctica implicaba que para llegar hasta su puerta había que subir varios escalones bastante empinados. Una vez dentro, se podía apreciar un área común relativamente pequeña con un par de sillones tapizados en cuero, frente a un gran hogar ubicado en una de sus paredes. Además de las habitaciones comunitarias típicas, ese hostel contaba con algunas estancias privadas. Esa fue la elección de Aina y Paul se inclinaron. Lo mejor, sin dudas, era que desde allí, contaban con una vista magnifica del río Ness y de la Catedral de San Andrés en la margen opuesta del mismo.

Después de descansar un rato, esa noche decidieron ir a tomar algo a un pub que había en la esquina, The Castle Tavern. Era una construcción pequeña de dos plantas. Dentro, el pequeño recinto estaba repleto de parroquianos que bebían cerveza charlando animados, mientras de fondo sonaba una típica canción escocesa.

Como no encontraban un lugar donde sentarse, estaban a punto de darse por vencidos e irse, cuando un hombre desde el fondo del local, les hizo una seña, invitándolos a compartir su mesa. Era un anciano flaco y barbudo, que vestía de manera humilde. Detrás, contra la pared, un extraño bastón, demasiado largo para que fuera cómodo, descansaba tras quién sabe cuántas caminatas. Ellos se miraron un instante, y conviniendo tácitamente, se sentaron. Entre cerveza y cerveza, la charla se fue haciendo amena, hasta que ya entrada la noche el viejo les contó una extraña historia. Con tono solemne, les dijo que les iba a hacer un regalo, bello pero peligroso. Fue así como les contó que en ese pueblo había una librería muy curiosa, Leakey's Bookshop. Lo que la hacía tan peculiar era que estaba ubicada en lo que fuera una vieja iglesia del siglo XVIII,  la Gaelic Church. Ahora bien, según una leyenda, el que sabía buscar podía encontrar allí un libro maravilloso, que escondía el secreto de la vida. Pero como todo tiene un precio, quien lo leía indefectiblemente moría durante la tarde del primer viernes que aconteciera. Nadie sabía cuál era el libro, pero se le atribuían varias de las muertes misteriosas que hubo en el pueblo desde épocas remotas.

—¿Remotas como la batalla de Culloden?—inquirió Aina, recordando un evento crucial en la historia escrita por Diana Gabaldon que la había traído hasta aquí.

El viejo la miró un poco sorprendido, más por la cita histórica que por la interrupción y le sonrió afable.

—Más aún, la leyenda dice que el libro habría sido traído por San Columba, el mismo que, según la tradición local, venció al monstruo que moraba en el río Ness, en el año 565. No fue hasta después de ese enfrentamiento que la bestia huyó a refugiarse en el famoso lago.

La pareja asintió, atrapada por la historia, así que el viejo prosiguió. Nadie sabía cómo el libro había terminado en Leakey's Bookshop, les dijo, pero en las últimas décadas, al menos un par de casos que la policía no pudo resolver, fueron relacionados con él por los pobladores del lugar.

Esa noche, al volver al hostel, no lograron conciliar el sueño. La excitación por el misterio pudo más que el cansancio por la larga jornada. Sin saber cómo, las palabras del viejo, parecían haberlos sumergido en un trance hipnótico. Al principio todo les resultó gracioso, una historia más, pero a la mañana siguiente estaban convencidos de que una verdad única les esperaba en Inverness, y de que estaban destinados a descubrirla.

Por ello, después de desayunar a a las apuradas, se encaminaron hacia la librería en cuestión. Al llegar, se encontraron con el edificio de una iglesia antigua, construido en piedra, lo que le daba un cierto aire de solemnidad. Nada delataba que allí funcionara una librería, salvo el modesto cartel verde que rezaba “Leakey's Bookshop, new and used books”. 

Aina y Paul traspasaron entusiasmados la puerta de dos hojas, para encontrarse de pronto inmersos en un verdadero paraíso para el lector: en dos plantas, miles de libros se amontonaban en los estantes que amenazaban combarse ante el peso que soportaban. La luz que atravesaba los inmensos vitrales daba un aspecto mágico a la estancia. Una estufa a leña en el medio de la habitación mantenía la temperatura agradable durante todo el día.

Empezaron a revolver las estanterías, sin saber exactamente qué buscaban, pero con la firme convicción de que, si en realidad el libro existía, podía ser hallado. Pasaron el día allí, sumergidos en obras de todos los tiempos: de Shakespeare a Tolkien, de Conan Doyle a Christie, de Wilde a Rowling. Miles de tesoros pasaban por sus manos, pero para ellos ahora no eran nada. Todas las aventuras que soñaron vivir en Inverness, todos los lugares de sus libros que querían conocer, todo estaba ahora eclipsado por la búsqueda de ese misterioso grial que los había obsesionado. Solo se detuvieron lo suficiente para comer algo frugal en una pequeña taberna sobre Church Street, a un par de cuadras de allí. Luego, se internaron nuevamente en Leakey's Bookshop hasta que el librero les indico amablemente que ya era hora de cerrar.

La misma escena se repitió al día siguiente, solo que ni siquiera quisieron detenerse para almorzar esa vez. Cientos de hojas pasaron por sus manos, miles de palabras por sus ojos. Aun así, al caer la noche, los resultados fueron los mismos. El libro no aparecía y ellos lucían decepcionados.

El jueves por la mañana, retomaron la búsqueda con nuevos bríos. Cuando llegó el mediodía, nada parecía mejorar el panorama que se extendía ante ellos. Sin embargo, fue después de comer algo, cuando volvían cabizbajos a Leakey's Bookshop que su suerte pareció cambiar. Frente a ellos, el viejo del Pub de la otra noche venía a paso cansino a su encuentro. Lo saludaron amablemente y, casi recriminándolo le preguntaron si era verdad lo que les había dicho o solo era una historia que contaba a los turistas para obtener cerveza gratis y burlarse de ellos. Él les sonrió amablemente, y con un tono de misterio, les dijo que solo era una leyenda, que no podía asegurarles cuánto había de cierto en ella; pero que si fuera él buscaría incluso bajo las piedras.

El anciano se despidió y siguió caminando a paso lento. Aina y Paul lo siguieron con la vista hasta que dobló la esquina, rumbo al río. Fue entonces cuando cayeron en lo que les había dicho y mirándose a los ojos ambos supieron la respuesta.

Se apresuraron hasta la librería, y una vez allí empezaron a recorrer el laberinto de estantes en todas direcciones, hasta que después de dar la vuelta a un recoveco casi se chocaron con una puerta de madera maciza que nunca habían visto. Es más, estaban seguros de que el día anterior allí no había más que una fría pared. Paul tanteó el picaporte y comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave. Con un movimiento lento la abrió, para descubrir una escalera caracol que bajaba, perdiéndose en lo que ellos intuían debía ser la cripta de la vieja iglesia. Entre ansiosos y entusiasmados comenzaron a bajar, a sabiendas de que su suerte había cambiado. El aire se fue volviendo más denso y húmedo a cada paso que daban. Cuando hubieron bajado unos cien escalones arribaron a una pequeña estancia. Las paredes estaban descascaradas, y solo había una mesa de roble contra un lado y una silla medio destartalada frente a ella. Por el polvo acumulado, parecía que hacía muchos años que nadie bajaba allí; un par de velas encendidas querían desmentir esa percepción, aunque no eran del todo convincentes.

Sobre la mesa había un único libro pequeño, de aspecto antiguo y frágil. En su tapa forrada en cuero, escrito en inglés y en letras doradas de intrincado diseño, podía leerse “La ultima verdad de Cristo”. Al abrirlo, en la portada se podía ver nuevamente el título y un poco más abajo un nombre y una fecha: Columa de Iona – 5 de junio de 597. Las páginas escasas, no más de cien, lucían amarillentas y ajadas.

En ese momento Aina se adelantó, tomó el libro entre sus manos y apretándolo contra su pecho, se puso seria, clavó sus ojos azules en Paul y le dijo:

—Necesito que me dejes sola. Subí. Tengo que leerlo, pero quiero que no estés acá.

—No voy a dejarte—le dijo él, algo paralizado por la sorpresa.

—Mirá, Paul, no sé si esto es verdad o no pero no voy a arriesgarte. No sé cómo explicártelo, te repito: sé que tengo que leerlo, pero quiero que vos estés bien. No me preguntes por qué, lo siento adentro mío.

Tras una breve discusión, él subió a regañadientes, mascando bronca, pero resignado. Nunca había podido ganarle cuando ella se plantaba.

Pasó el resto de la tarde en la librería, recorriendo las estanterías sin interés. Cada segundo, parecía un siglo. Finalmente, un par de horas después, Aina apareció a su lado. Se la notaba visiblemente emocionada. En sus ojos podía adivinarse que había llorado.

—Vamos, ya está—fue lo único que dijo.

—Contame, Ana, ¿que viste?—le suplicó Paul.

—No puedo—dijo ella con un nudo en la garganta. —Sé el precio que voy a pagar. No me arrepiento. Pero no te puedo decir más, confiá en mí.

Él intentó decir algo, pero lo pensó mejor y calló, la conocía y sabía que era inútil.

—Esperá que voy al baño—dijo Paul.

Luego, se fueron de la librería. Al salir dieron un vistazo al gran salón atestado de libros; de alguna manera sabían que se estaban despidiendo.

Unas horas más tarde, la cena transcurrió romántica, íntima en su habitación. Él intentó bromear un par de veces. Ella no rio como en otro momento habría hecho ante sus ocurrencias, pero se veía feliz.

Esa noche hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho. Sus pieles en perfecta comunión parecían un solo cuerpo, la pasión que brotaba de cada poro inundaba el aire de sexo.  Se durmieron plenos, el uno en brazos del otro.

Así amanecieron ese viernes. Luego de desayunar, salieron a la calle y caminaron por la ciudad, lentamente, bajo un cielo encapotado que amenazaba con volcarse sobre ellos en cualquier momento. Todo a su alrededor se les antojaba maravilloso; apreciaban cada detalle que se presentaba ante ellos como no habían podido hacerlo en los tres días anteriores.

Al llegar el mediodía, almorzaron en The Castle Tavern. A esa hora los parroquianos eran apenas un par y había lugar de sobra para elegir. La música sonaba tenue en la rockola, mientras ellos disfrutaban del haggis, el plato típico de la región.

Al salir de la taberna, caminaron el par de cuadras que los separaban del viejo castillo frente al Ness y se sentaron en el césped. Pasaron la tarde abrazados, mientras la leve llovizna que caía les resultaba casi imperceptible.

A las 14:40 ella sintió un dolor en su pecho, sutil, como si las fuerzas le faltasen. Supo lo que iba a pasar, podía presentirlo, mientras buscaba inquieta los ojos de su amado.

Veinte minutos más tarde sintió una punzada, como si una lanza atravesara su costado; entendió que moría, se supo dueña de un saber de una sensación que nadie podía conocer a priori. 

Paul, no decía nada, simplemente la miraba queriendo horadar con su vista más allá de su cuerpo, queriendo ver su yo más profundo.

Aina, obligó a sus labios a dibujar unas palabras en el aire:

—Amor, no llores por mí, creeme que lo que leí valió la pena. No estés triste, yo no lo estoy.

Un minuto después, sus ojos se cerraron lentamente, diciendo adiós.

Él no lloró, la abrazó mientras las aguas frente a ellos corrían indiferentes hacia su destino en el Fiordo de Moray.

De pronto, sintió una debilidad, luego un espasmo que venía de lo más profundo de su pecho. Lo había disimulado bien. Abrazó más fuerte el cuerpo aun tibio de Aina y le susurró al oído: “No me extrañes que ya voy”

Así, entrelazados, los encontró el viejo unos minutos después. Se acercó en silencio y los miró con una expresión serena en su rostro. Agachándose con esfuerzo, sobre el cuerpo de Paul palpó su chaqueta y metiendo la mano dentro del bolsillo interno tomó un libro antiguo, pequeño, de cuero negro. Fijó sus ojos en la tapa y observó las palabras doradas escritas en gaélico antiguo. Lentamente se incorporó, los miró un segundo más y se marchó rengueando bajo la llovizna que, de a poco, se iba convirtiendo en lluvia torrencial, apoyándose en ese raro bastón suyo que cada vez más se iba pareciendo a un cayado de pastor.


Walter Peifer

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