Un ángel para tu soledad
Para Juan, In memóriam
Érase
una vez, un grupo de amigos, que como suele suceder, con el correr de la vida
había visto lentamente reducirse el número de sus miembros activos.
Años
atrás, como en el film de Kurosawa, éramos
siete los samuráis. Pero como el tiempo hace su trabajo incesante, Agustín se había
casado y estaba dedicado por completo a
su incipiente familia. A Kiko, en
cambio, distintas circunstancias habían hecho que últimamente no lo viéramos
todo lo que queríamos.
Peor aún,
y mucho más grave, el Loco Juan, ese que siempre conseguía sacarnos una sonrisa
en las situaciones más disparatadas, había marcado entre él y nosotros una
distancia insalvable. A fines del año anterior, nos extrañó que no apareciera
en casa para ver la final de la Supercopa entre River y el San Pablo. A la
mañana siguiente, descubrimos horrorizados el motivo: un choque con su
camioneta lo había enviado en coma al hospital. Después de luchar por casi un mes, él, ese flaco de rulos,
de grandes ojos sinceros, de sonrisas y charlas interminables, de tardes y
noches de música y desvelos, nos había dejado una herida abierta que aun luchaba
por cicatrizar.
Así,
quedamos entonces como grupo estable, disminuidos,
e infinitamente más solos, el Negro Martín, Marcelo, a quien desde siempre
habíamos llamado Chiro, Carlitos y yo. Éramos los que nos veíamos más seguido y
salíamos cada tanto a tomar algo y ya, aunque ninguno llegaba aun a los
treinta, a rememorar anécdotas de tiempos y amigos que nos hacían falta.
Pasó de
esa manera un año sombrío, eterno. La tragedia había hecho que dejáramos a la
fuerza nuestra post adolescencia tardía y nos empezáramos a meter, sin ganas,
en la solemnidad de la adultez.
De
pronto, una tarde de noviembre me descubrí viendo en la televisión una noticia que
me llamo la atención: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota iban a tocar en
la cancha de Racing a mediados de diciembre.
La exquisita
combinación de la voz de su líder y las guitarras de Skay Beilinson, sumada a
la mística que rodeaba a sus shows, habían afirmado a los Redondos como la
banda más convocante del país.
Por eso,
pocos minutos después de enterarme, ya
estaba prendido del teléfono, queriendo convencer a mis amigos de tratar de cerrar ese año tan triste con alguna mínima nota de alegría.
Creo que, en ese instante, todos pensamos en el Loco, en cuanto habría querido
ir a la misa ricotera que empezaba a hacerse celebre por esos años. Aun podía
recordar cuando habíamos visto a Spinetta en Parque Chacabuco, o a Soda en la 9
de julio. Él, era un alma afín al rock y sin duda habría sido el primero en
anotarse para este recital que la casualidad quería que fuera cuando justo se cumplía
un año de la noche que no vino. Los chicos también lo entendieron así, por lo
que la decisión quedo tomada casi de inmediato.
Un par de tardes después, Carlitos y yo nos hicimos una escapada hasta
La Fusa, la histórica disquería de Ramos Mejía, donde compramos las cuatro entradas
que nos depositarían en el evento
musical del año.
Luego de
esperar casi un mes, llego el 19 de diciembre y amaneció un día esplendido. Al
mediodía llegué a la estación de General Rodríguez con mi remera negra de la
banda, el documento, las entradas y unos pesos encima; nada mas era necesario. Casi
al mismo tiempo Carlitos se hizo presente, con la modorra pintada en la cara. Paso
media hora más hasta que, casi con el pitido del tren que entraba en la
estación, apareció Martín, como siempre a las apuradas. Con él llego también un
baldazo de agua fría: Chiro no podía ir. Había faltado un compañero del laburo
y no tenía quien lo cubriera, así que estaba condenado a pasar la tarde,
enclaustrado en la fábrica.
Pero
como el Sarmiento no espera a las penas de nadie, subimos en el segundo vagón, esquivando
al chancho que habíamos vislumbrado en el estribo del último, y nos pasamos los
siguientes 25 minutos, lamentándonos por
la mala fortuna del compañero que se perdía la aventura.
Al
llegar a Moreno, hicimos el transbordo con el tren eléctrico, que nos llevaría
a Once. Nos acomodamos en el furgón, y
enseguida empezamos a ver las primeras remeras de Patricio Rey que salpicarían
de rock todo nuestro trayecto. A la
altura de Morón, ya los cantos de los fieles ricoteros empezaban a tapar los pregones
de los vendedores ambulantes, y un melón
agujereado y lleno de vino empezó a circular entre todos los presentes, primera
señal de la comunión a la que nos dirigíamos.
En Once,
fuimos una manada los que nos encaminamos a tomar el 98 rumbo a Avellaneda. El
colectivo fue lisa y llanamente cooptado por los fans de la banda, por lo que
el viaje entero estuvo musicalizado por bombos y cantitos tribuneros, mientras algunas
pocas señoras asustadas se hacían chiquitas en sus asientos.
Un rato
más tarde, bajamos bien lejos del estadio, debido al apabullante operativo de
seguridad. Quince cuadras a la redonda la
cancha estaba cercada con vallas y una cantidad ingente de policía nos rodeaba.
También, podía verse un helicóptero que iba y venía escudriñando desde las
alturas el mar de gente que fluía hacia el cilindro de Avellaneda.
A
nuestro alrededor, veíamos chicos con remeras del Indio, grupos de amigos,
mujeres con niños, familias enteras, la calle era una fiesta.
Estaríamos
a unos quinientos metros de la cancha, cuando se nos acercó un muchacho de unos
veinte y pico de años. Era más bien flaco, con unos ojos saltones y una mirada que
denotaba sinceridad. Llevaba unos jeans gastados y una remera lisa.
Sin
demasiada vergüenza, nos encaró preguntándonos si sabíamos cómo podía hacer
para entrar.
El Negro
y Carlitos lo miraron encogiéndose de hombros, y ya nos disponíamos a seguir,
cuando de pronto, me detuve en seco. La revelación llego clara a mi mente: yo tenía
todas las entradas encima, entre ellas la de Chiro. Sin pensarlo demasiado
hurgue en mi bolsillo y extendiendo la mano le dije:
-
Tomá.
La cara
del muchacho se transformó al ver el acceso al campo que le estaba ofreciendo.
-
No tengo plata – dijo, un segundo después, con
la desilusión dibujándose en su rostro.
-
No hace falta – Conteste magnánimo.
Incrédulo,
abrió sus grandes ojos y tomando la entrada, dejo escapar un escueto gracias.
No hubo más palabras, lo que su boca callaba lo decía cada uno de sus atónitos
gestos.
-
De nada. Dije, y seguimos nuestra
ruta.
El Negro
me miraba intrigado y no sin razón, me increpó:
-
¿Estás loco? ¡La hubiésemos
vendido!
La verdad,
no supe cómo explicarle que sentí que así debía ser, por lo que solo me encogí
de hombros como restándole importancia al hecho.
Después
de haber perdido de vista al muchacho, seguimos nuestro camino y unos
metros más adelante nos encontramos con
una valla fuertemente vigilada, que atravesamos luego de mostrar nuestras
entradas y ser concienzudamente cacheados por el personal de seguridad del
evento.
Se extendía
ante nosotros, ahora, una senda de gente
que marchaba en procesión, cantando y saltando, mientras los vendedores de
merchandising, trataban de salvar el día endosándoles alguna remera o algún
recuerdo que inmortalizara el momento.
El aroma
que provenía de mil puestitos de choripanes penetraba inclemente por nuestras
fosas nasales, de tal forma que, previendo que adentro todo sería más caro, nos
detuvimos un instante para comer algo.
Veinte
minutos después, nos encontrábamos a la puerta del estadio, donde todo era un
caos. Mucha gente pugnaba por entrar, presionando la valla sostenida por
algunos patovicas tan inflados que parecían a punto de estallar. Mientras
tanto, una formación de la policía montada, colocada a un lado, en la calle, amagaba embestir con los caballos a los
rezagados que seguían llegando por la calle Colón. La situación empeoro drásticamente,
cuando se empezó a escuchar música que venia del interior de la cancha: ¡Los
Redondos ya estaban sobre el escenario! La presión se tornó entonces excesiva y
el vallado cedió como un dique que se rompe, y nos vimos arrastrados por una
marea humana que se derramaba corriendo por los pasillos del estadio. Nosotros
habíamos sacado campo para esa noche, pero, de alguna manera, en el tumulto terminamos
en una platea muy cerca del escenario. Probablemente, la mayoría de los que nos
rodeaban estuvieran en la misma situación.
El
primer tema había terminado cuando finalmente nos pudimos acomodar, y mientras
tratábamos de recuperar el aliento, nos dispusimos a disfrutar del recital. La
banda sonaba potente y el campo, visto desde allí, era una auténtica fiesta. La
gente bailaba y saltaba, mientras bengalas multicolores inundaban de luz las
banderas que ondeaban enérgicas sobre miles de cabezas.
Apenas estaba
sonando la tercera canción, cuando siento que Martín, me toca el hombro. Un
poco molesto por la interrupción me giré para encontrarme con una expresión de
sorpresa en su cara, a la vez que me indicaba con la cabeza que mirara hacia su
izquierda. Al mirar adonde me estaba señalando pude ver al flaco al que le
habíamos dado la entrada. De alguna manera había llegado hasta la misma tribuna
que nosotros, algo poco probable dado el caos en el ingreso y teniendo en
cuanta que lo habíamos dejado mucho antes de pasar incluso la primera valla. De cualquier forma, ahora estaba abrazado a Carlitos
como si lo conociera desde siempre, y juntos saltaban como posesos cantando “Cruz
Diablo”.
Pasada
la sorpresa inicial, y sin mediar mucha más charla, disfrutamos el recital
incorporando al grupo a ese miembro interino del que no sabíamos ni el
nombre. Los solos de Skay fluían dotando
de magia a la noche de Avellaneda y nosotros no podíamos más que quedar
hechizados en esos arpegios adornados por la voz del Indio Solari.
Cuando
un par de horas después termino de sonar “Ji ji ji”, llegó la hora de desconcentrar,
cosa nada fácil cuando tenes 45000 personas a tu alrededor, por lo que al
empezar a salir, perdimos de vista al flaco en la multitud. No tuvimos tiempo
de despedirnos y entendimos que ya había terminado esa fugaz comunión que nos
había unido por un par de horas; los recitales suelen hacer extrañas amistades
de un rato.
Una vez en
la calle y a medida que el tumulto de gente se iba diluyendo en distintas
direcciones, nos pusimos a buscar una forma de volver a nuestros hogares, algo
que no habíamos previsto antes.
Por
suerte, es común en este tipo de eventos masivos, que en los alrededores del estadio
se estacione una variopinta cantidad de colectivos fuera de línea para llevar a
la gente de retorno a sus ciudades, a cambio una suma de dinero que suele ser
un tanto excesiva.
Después
de buscar un rato encontramos un viejo 11 14, que tenía un cartelito escrito
con fibron negro que decía Merlo. Colgado de la puerta, un hombre voceaba los destinos
que iba a tener el viaje. Sin pensarlo demasiado, rápidamente terminamos en la
mitad de un vehículo abarrotado de gente transpirada, cansada y feliz.
No habrían
pasado más de 15 minutos desde que habíamos salido, cuando la cosa se empezó a volver realmente extraña.
-
¡Parece que lo enganchamos justito! - Escuchamos
pronunciar a una voz, por demás familiar pero imposible, que venía de atrás
nuestro. Al mirar por encima de nuestros hombros, casi pegado a Martín y todo
doblado en el apretujón, estaba el flaco que nos había acompañado todo el
recital, sonriéndonos con una expresión de genuina felicidad.
Nos
miramos los tres. ¿Cuándo había subido? ¿Cómo término al lado nuestro después
de perdernos en ese mar de gente? Las preguntas se sucedían tácitas en nuestras
mentes, pero sobre todo nos sobrevolaba una inquietud: La voz que habíamos
escuchado nos había parecido otra, una que no podía ser.
A decir
verdad el flaco nos caía muy bien, y sentíamos como si lo conociéramos desde
antes. Esa alegría contagiosa que parecía serle innata lo hacía querible en
nuestros corazones. Tenía el cabello corto, pero se adivinaban los rulitos
empezando a espiralarse en su cabeza a medida que le crecían. Le preguntamos cómo
nos había encontrado y nos dijo que era nuestro amigo y que la amistad era un
faro, por eso sabía dónde estábamos. Luego empezó a reírse de su propia ocurrencia
con una risa sincera, que invitaba a compartirla. Poco a poco, y a medida que
la charla transcurría, fuimos dejando de lado esa rara sensación que nos había
sacudido un rato antes.
Al pasar
Liniers, avanzamos raudos por Avenida Rivadavia, internándonos en el oeste
bonaerense, mientras iban quedando atrás Haedo, Ramos, Morón, Ituzaingo y Padua. El
colectivo fue goteando pasajeros por todas esas ciudades, hasta que solo unos
pocos llegamos a Merlo cómodamente sentados.
Una vez allí, una sensación rabiosa en nuestras tripas
nos hizo caer en la cuenta de que no probábamos bocado como desde las siete de
la tarde, y el hambre ya iba haciendo mella en nuestros estómagos. Enfrente de la
plaza, vimos un barcito abierto y hacia
allí encaramos decididos. De pronto notamos que el flaco no nos seguía y al darnos
vuelta lo encontramos varios pasos atrás
con una expresión que alguna vez nos
había resultado familiar en otra cara, que podría traducirse como “Vayan
ustedes que yo no tengo un cobre”. Le hicimos una seña entre resignada y
divertida para que se nos acople y sin dudarlo en una fracción de segundos
estaba de nuevo con nosotros. Martín fue esta vez quien le dijo, poniendo una
mano en su hombro:
-
Yo te invito, Loco.
Comimos unos
panchos y un par de cervezas, y decidimos luego seguir el viaje hacia General Rodríguez. Como ya eran casi las cinco
de la mañana el 52 que venía de Once ya había empezado a circular, por lo que
nos sentamos a esperarlo en la plaza.
Cuando
lo vimos aparecer en la distancia, nos dispusimos a despedirnos del compañero
que la casualidad había cruzado esa noche en nuestros caminos, pero él nos
volvió a sorprender cuando dijo:
-
Voy para allá.
Lo extraño
es que, a pesar de todo lo compartido no recordábamos nunca haberle dicho de
donde éramos nosotros, ni de habérselo preguntado a él tampoco. Quizás entre
tanta conversación en algún momento el tema habría surgido, aunque aún ahora juraría
que eso no había pasado.
Así fue como
subimos todos al colectivo y encaramos para el fondo. El flaco se sentó en el
anteúltimo asiento, colgado en el respaldo para poder charlar con nosotros que habíamos ocupado, algo desparramados, la última
fila.
Era
domingo a la madrugada y el colectivo, que iba con las luces apagadas, circulaba semivacío costeando las vías del
tren. En la estación de Moreno quedamos apenas una decena de personas y después de La Reja solo nosotros cuatro y el
chofer seguíamos arriba.
Apenas
habíamos pasado Álvarez y entrado en terrenos de Rodríguez cuando el flaco, que
hasta entonces había venido hablando hasta por los codos, se quedó callado.
Algo
sorprendidos por el brusco silencio lo buscamos en la penumbra y al encontrar
sus ojos descubrimos una mirada llena de ternura clavada en nosotros tres. Parecía
querer decirnos algo, dudó un instante y finalmente sus palabras ocuparon todo
el espacio que nos rodeaba:
- ¡La pase bárbaro! ¡Díganle al Chiro que
me hubiese gustado verlo una vez más!
Yo lo
miré al Negro, el Negro a Carlitos, Carlitos a mí. Entre temerosos y
esperanzados nos vimos con una claridad abrumadora en nuestros corazones. Y
todos a la vez giramos las cabezas para mirar al flaco, para entender lo que ya
habíamos entendido; solo para descubrir que ahora nadie se sentaba en ese
asiento, que la noche ya se iba y que el día empezaba a filtrarse tibio por las
ventanas del colectivo.
Walter Peifer
Me encantó! Emocionante, amoroso, misterioso y un toque de alegría.
ResponderBorrarhermoso! muy emotivo y bien narrado
ResponderBorrarHermoso , cada instante del relato me hizo recordar a Juan Manuel, gracias por tan hermosa lectura
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