Desde el umbral



Es extraña esta sensación. Estoy, pero no estoy del todo. Una luz creo que vi, pero por ahí me equivoque; mi cabeza da muchas vueltas, a lo mejor fue la linterna del tordo. Digo, tiene que haber habido uno que firme la papeleta.

Hace un rato me desperté, inmóvil. No siento mi cuerpo, pero mis oídos escuchan incluso el aleteo de la mosca que se posa en esa cala desagradable, ahí hacia mi izquierda. Igual no sé si es peor el insecto, la flor, o el florero de aluminio de pésimo gusto donde está sumergida. Sí, también puedo ver, resulta obvio ¿No? Mis parpados están apenas entreabiertos, como una rendija mínima de pocos milímetros, pero alcanzan a vislumbrar un panorama un tanto extraño.

Me doy cuenta donde estoy, no soy el más vivo, pero me resulta claro. Luces fluorescentes, blancas, frías en el centro de mi visión, un techo de yeso medio descascarado,  cabezas que aparecen en mi campo unos instantes y luego se van. Un olor aséptico que empieza a ser invadido por el aroma dulzón de las flores. Alguna gente que conozco me mira de arriba con gesto adusto. Algunos de los que se asoman, la verdad no sé quiénes son. Veo caras tristes, la mayoría,  no todas por cierto.

¿Uy, no es ese el tío Manuel? Cuanto tiempo sin verlo, ahora que lo pienso ni me acordaba que aun estuviera vivo.  ¡Bastante bien se conserva para los años que tiene! ¡Y esa boina! ¡Nunca lo vi sin ella en la cabeza!

¿Qué hora será a todo esto? No muy tarde, no creo que mi sobrina Laurita estuviera acá si lo fuera. Según mis cálculos podría ser sábado, y de ser así, nada la detendría de salir por la noche, ¡Ni siquiera esto!  Se está sacando una selfie conmigo de fondo; una ternurita ¿No? ¡Nena, que esto merece un poco de seriedad! La juventud está perdida, siempre lo decía el nono.

Ahí está Roberto, mi socio.  Se asomó hace un instante, sus ojos están llorosos debajo de esos anteojos culo de botella. Las lágrimas se ven claras,  agigantadas por los  cristales. Parece sincero, pero no le creo nada. Como si no supiera que durante años estuvo birlando sutilmente plata la caja de la ferretería. No lo descubrí hasta hace poco, casi por casualidad. Pensar que por los faltantes tuvimos que echar a la pobre  Claudia. Ella juraba que no había sido, pero no le creí.  Por más que suplicara diciéndonos que tenía dos hijos, fuimos inflexibles. Digo fuimos porque mi socio estaba ahí, callado pero aprobando mientras yo la despedía. No iba a dudar de él, claro,  nos conocemos desde la escuela, siempre fuimos los mejores amigos. Es más, nos recibimos y a los pocos años, hace casi treinta ya,  abrimos el local. Como me arrepentí de lo que le hicimos a Claudia, el día que lo vi guardarse en el bolsillo, algo apurado, una pilita de billetes que saco de la registradora. Yo estaba volviendo del baño cuando lo encontré con las manos en la masa; él no se percató de mi presencia. Me detuve extrañado un segundo y volví sobre mis pasos para no delatarme, no quise creer lo que me decían mis ojos. Ese día le perdí el respeto, pero callé; supongo que no quería aceptar la verdad, la desilusión que me golpeaba el alma. La otra que se mandó creo que fue mucho peor, pero ya voy a llegar a eso. Aunque debería decir que, antes de encontrarme en este brete, estaba juntando fuerzas para encararlo.

El tío Manuel se volvió a acercar por mi derecha y ahora charla con el primo Juan que vive en Bariloche. Habrá venido volando imagino, es bastante lejos. Le cuenta un chiste verde y el pobre viejo se descostilla de risa mientras del otro lado una señora que desconozco los mira reprobándolos. La verdad es que el cuento es muy bueno, juro que si pudiera mover mis labios  yo también estaría ahora a plena carcajada.

Hace como diez minutos que empecé a sentir como un hormigueo en los dedos de las manos y los pies. Algo así  como cuando se te duerme la pierna sobre la que estuviste mucho tiempo apoyado.

Raúl, el canillita de la esquina de la ferretería,  se asoma con un sanguchito de miga en la mano. A él si le creo la tristeza. Fueron años de comprarle el Ole todos los lunes. Con el tiempo fuimos desarrollando, sino una amistad, al menos una relación amable y afectuosa. Es que él y nosotros empezamos casi a la par nuestros emprendimientos. Siento que la panza se me estruja; se me antoja un triple de jamón y queso…  ¡Y una Coca Cola también!  De pronto  la lengua pastosa se me empieza a humedecer. Trago la saliva como puedo.
Andrea, se hace la que llora ¡Hipócrita! Todos le dan el pésame. Deberían dármelo a mí, que la vi entrando al telo en el auto de Roberto el mes pasado. ¡Veinte años de matrimonio! Igual me da más pena lo del Robert que lo de ella. No sabe dónde se está metiendo; pero bue, ya dicen que a cada uno le toca lo que merece.

En realidad, esa tarde seguí a Roberto a raíz de un anónimo. Una mujer se lo dejo  a Raúl en el puesto, el lunes. Él no quiso decírmelo, pero por la letra de la nota, estoy casi seguro que debe haber sido Claudia.  En pocos renglones, me sugería que no le pierda pisada a mi socio los jueves a la tarde. La verdad, es que al principio no le di mucha importancia, pero para el miércoles la intriga me ganó. El jueves cuando él salió (Como venía haciendo las últimas semanas), cerré el local, puse el cartelito de “Vuelvo enseguida”, y apurándome para no perderlo me puse dos autos tras él. Quince  kilómetros más adelante, se detuvo en una esquina y una mujer se acercó y subió a su lado. Tenía una peluca rubia, pero después de 20 años podría reconocer a Andrea aunque se vistiera de payaso. Cinco minutos después los vi entrar en el albergue que estaba a la salida del pueblo. Después di media vuelta y maneje llorando de regreso.

Como venía diciendo, ahora tiene la caradurez de soltar esas lágrimas desconsoladas y estrujárselas después contra un pañuelo. Como si no supiera que fue ella la que me enveneno. Descubrí el frasco en la alacena, atrás de las latas de tomate, hace una semana. No pensé inmediatamente que podía ser para mí. Es cierto que los últimos años no fueron un lecho de flores, y que nos llevábamos a los tirones, pero tampoco me creí que fuera  para tanto. Después empecé a atar cabos: mi parte del negocio, mi mujer, mi socio; claramente parecía que algo sobraba y era yo. Ahí nomás me metí en Google y  tras un rato de buscar  encontré un antídoto que debería funcionar. Fui hasta la farmacia y me hice con la poción salvadora.  Empecé a tomarlo ese mismo día.  Parece que al final no era tan efectivo, sino no estaría en esta situación. Las brujas hablaban de bezoares de cabras para neutralizar cualquier toxico (también lo saque de internet de hecho), pero yo siempre creí más en la ciencia que en las supersticiones. ¡Un poco de fe no me hubiera venido mal!

Lo único que sé es que el viernes a las 21 hs  jugaban  Racing y Colón. Andrea estaba extrañamente amable esa noche. Me dijo que iba a salir con sus amigas, me estampo un beso y se fue, quizás a encontrarse con él, aunque no fuera jueves. La verdad, ya estaba con jogging y pantuflas y no tenía ganas de vestirme y seguirla. Además el partido me interesaba bastante y quería relajarme un poco de la agotadora semana. Fui hasta la heladera, agarre algo de queso y salame y me serví un poco de un vino que había abierto el día anterior. Después me acomode en el sillón.  Los primeros 45 minutos terminaron con Racing arriba por 1 a 0. En el entretiempo me empezó a doler un poco la cabeza, y apenas se reanudo el partido ya me sentía realmente mal. Ahora que lo pienso no debía haber tomado el vino abierto. Es como decía mi vieja cuando empecé a salir en mi adolescencia: “Si tomas algo que te lo abran en tu cara”. Maldije mi estupidez.  Me estire como pude hasta el teléfono, pero no tenía tono: alguien había cortado el cable. Lo próximo que recuerdo es una luz potente y mucho más tarde este techo blanco y la cara del tío Manuel que se persignaba y después me tocaba la frente.

Andrea se abraza ahora a Roberto, lloran juntos o eso quieren hacerle ver a todos. Ella le dice algo al oído, él asiente y sin que nadie lo note (Eso creen ellos) le pone un papelito en el bolsillo chiquito de la cartera. Supongo que piensan pasar la noche juntos. Quizás hasta quieran abrir el Dom Perignon que venía reservando para alguna ocasión especial.

Parece que el cosquilleo terminó. Ahora  siento el dedo gordo de mi pie, me está picando bastante, quiero rascarlo ¿Por qué no? Va siendo hora de que me levante. ¡Solo espero que  Laurita este filmando!

Walter Peifer

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