Dama de negro (Poema)


Cuando leve la radiante sombra apareció
y un cerillo de la hoguera fue su amante creador,
luces tenues se posaron en la noche acaecida,
luna nueva en la caja negra fue ráfaga y resplandor.

Ha caído un manto oscuro,
siendo capa, quizás telón de hoyos siderales,
agujereado para que se filtre la luz del paraíso
hasta la rasante posición.

Arremeten las corrientes de aire arreando nubes,
cual ganado arrastrado en busca de mejor pastura.
Se enfría la superficie,
se hiela de toda paciencia la roca,
libre de la maza, de la tortura certera.

Respiran ahora las plantas,
sumidas en fotosíntesis oscura;
escarban el humus buscando encontrar
depósitos de agua, sal y mineral.

Se ha perdido la vergüenza
que la luz sola mantiene en vigencia;
flotan en el paraíso de sombras las libertades,
instintos, sin tener que rendir cuentas
ante más juez que el viento indulgente,
que sopla arrogante al olvido sus sentencias.

Ha caído el ayer, desplomándose en el sueño,
destruido, con sus glorias y sus dolores hundidos.
Ha pasado a la eternidad del recuerdo,
por la memoria reciente se ha abierto camino hacia el pasado.
Se ha dejado cortejar por la muerte,
ha venido rodando por la cuesta hasta sus brazos;
y, embebido en la seguridad de ser lo que ya ha sido,
a ellos, ambicioso, grito agónico, se ha arrojado.
Sin él más mínimo temor por su suerte,
ha caído como caen los más fuertes.

Ha sido noche
porque de haber nacido día,
no hubiera habido poetas,
solo almas cohibidas.

Ha sido necesaria
para que los sueños se escriban,
para que se reparen los cuerpos,
para que sanen las heridas.


Remota amante,
abraza mí ayer y descansa a mi lado,
haré de tu cuerpo mi almohada
y será tu negrura mi calma.
Y cuando pase la luna y te vayas con la mañana,
correré todo el día veloz tras las horas,
esperando encontrarte, otra vez,
cuando el sol al fin caiga;
cuando tu vengas y yo este,
anhelándose, como siempre, a las puertas del Edén.

Walter Peifer

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