Matar a Luis
Tenía
que matar a Luis.
Él
estaría esperando que lo hiciera, de eso estaba seguro, pero ese detalle, en
realidad, no tenía mucha importancia.
El plan
era sencillo, solo requería una pistola
y poco más, una bala; necesarias ambas para darse sentido una a la otra.
Así que
pensó: ¿Por qué no? Luis se lo merecía, después de todo. Había arruinado su
vida en muchas formas, durante mucho tiempo, por eso se había llegado a este
punto desesperado, tan terminal. Porque a no confundirse, el asesinato no era
algo que se le había ocurrido de la noche a la mañana, sino el fruto de un
proceso mental de años. Era una idea masticada de forma lenta, desde que surgió
como una ocurrencia, descartada inmediatamente, hasta que fue tomando cuerpo y
densidad, tanto que su presencia se hizo ineludible a cualquier hora y en
cualquier lugar.
Desde
chicos, en la escuela, en varios trabajos,
a toda hora, con todo el mundo; todo lo que significaba algo para él lo
había perdido por Luis; así que matarlo parecía la opción más adecuada, una
forma definitiva de librarse de ese demonio que torturaba inclemente su frágil
cordura. Él pensaba que incluso disfrutaría de hacerlo; pero, aunque no
sintiera placer, la verdad es que su muerte se le antojaba como algo
simplemente necesario.
Aun así
no era fácil, claro, no era un paso sencillo, aunque insisto, a esa altura ese energúmeno
ya se había hecho acreedor de su agujero
de bala.
Si
dejaba que su mente nadase contra la corriente del tiempo, podía verse en la primaria,
podía revivir nítidamente cómo Luis se las había ingeniado para hacer que fuera
el hazmerreír de la clase; como se había empeñado en lograr que todos se
burlaran de él, de su obesidad, de sus anteojos, de su peinado tan gardeliano. Eran
lacerantes hasta el hueso, las punzadas de odio que le generaba recordar
aquello. Sus compañeros, claro, participaban en la humillación, pero él estaba
seguro que era Luis el que los instigaba, el que azuzaba sus ánimos por demás
volubles y lo convertía en el chivo expiatorio de esa caterva de inadaptados,
como él solía llamarlos en su fuero interior.
El
suplicio se extendió, casi por transición obligada, a la escuela secundaria, sumergiéndolo en una
depresión tan asfixiante, que llegado el quinto año no quiso ni siquiera participar
del viaje de egresados a Bariloche. Todos entendían que era la despedida de los
compañeros de muchas aventuras, el fin de una época que iban a extrañar. Pero
él no podía verlo así. Sentía que no iba a echar de menos a nadie, y que eso
era recíproco. Por supuesto, a nadie le importó su ausencia, como antes nadie
había anhelado tampoco su presencia; y esa etapa terminó con muchas más penas
que gloria.
Y todo
era por Luis. Lo odiaba; desde el principio lo hizo y sabía que siempre lo haría.
No consiguió librarse de él, después de aquello. Fue entonces, que empezó a entender que en algún momento alguien
debía frenarlo; pero como hacerlo escapaba aún a su razonamiento.
Lo
recordaba también en la época post adolescente de salir a bailar. Las noches en
los boliches, salpicado de alcohol, le ofrecían un banquete a sus sentidos. Y Luis
siempre estaba ahí, boicoteándole las mujeres que le gustaban, esas ninfas que
apenas vislumbradas, provocaban que su
cuerpo se tensara involuntariamente en respuesta a un ancestral mandato.
Mientras él pensaba como encararlas y soñaba con besos y promesas de sexo en el corto plazo, Luis
conspiraba en silencio para que otra vez terminara solo. Sin dudas, sabía cómo
lograrlo, ya que en todas esas ocasiones volvía caminando por las calles
desiertas, con el paladar pastoso y el sol del amanecer lastimando sus ojos
enrojecidos por sus lágrimas sin voz.
Aunque
no quería compañía, él solía ir a su lado, quizás para seguir burlándose de su
fracaso. Lo increpaba, entonces, envalentonado e irreconocible, pero era solo
una afrenta de borracho. La verdad es que nunca pudo hacerle frente sobrio.
Sus
noviazgos, invariablemente terminaron mal; y él sabía a quién responsabilizar. Luis
estaba ahí siempre, haciendo notables sus defectos a las pobres enamoradas. Si
ellas se habían sentido atraídas por algún rasgo de su personalidad, su brutal
enemigo parecía esforzarse por hacer visibles todos los otros que él pretendía
ocultar, todos sus estigmas. Hasta que al final y previsiblemente, volvían a
dejarlo solo y triste. Esas muchachas partían tras algún imbécil que las
convencía con su prédica hueca y carente del amor que él si creía tener y que ellas,
enceguecidas por sus palabras arteras, no sabían apreciar.
Podría
seguir haciendo memoria, y siempre encontraría episodios de su vida, echados
a perder por la influencia de Luis.
Despidos, desamores, domingos en soledad, eran una sombra permanente, un
Torquemada implacable, un inquisidor impiadoso.
Pero eso
tenía que terminar.
Estaba
claro que tenía que matar a Luis, no había otra opción y además sentía muy dentro
suyo que su desaparición sería un acto de justicia profana. Su vida había sido
arruinada sistemáticamente por ese sujeto durante las últimas cuatro décadas.
Incluso, llegaba a entrever que no solo él había sido perjudicado, sino mucha de
la gente que lo rodeaba y por la que sintió alguna vez afecto. Hasta creyó ver
la mano de Luis, en la depresión de su madre y en la tristeza de sus hermanos,
sin ir más lejos. Esa fue, sin dudas, la gota que colmó el vaso.
Así que ese
jueves por la mañana, se levantó, sacudido de su modorra por el tirano que en la
mesita de luz le decía con su apático ring ring que finalmente había llegado la hora que tanto
había esperado. Se pegó una ducha y con una decisión que nunca había tenido,
fue hasta el banco del pueblo y extrajo sus eximios ahorros. Después, se subió
al colectivo y partió hacia el Bajo Flores tras un dato que había obtenido quién
sabe dónde.
Se bajó
a unas cuadras del Hospital Piñero y caminó con la cabeza dándole vueltas a mil
revoluciones, ensimismado en sus pensamientos, hasta que el grito estridente de
un Fiat 600, lo espabiló de repente y lo urgió a cruzar la calle en la que se
encontraba.
Veinte
metros más adelante, tocó timbre en una casucha que parecía temblar de precaria. Después de insistir un par de veces,
la puerta de chapa se abrió gimiendo delatora y fue recibido por un flaco esmirriado, que
rondaría los cuarenta y cinco años, vestido con una remera que traslucía en su
delgadez los años de su trama. Después de asegurarse de que no era policía, y
con una cara de pocos amigos, lo llevó a un comedor pequeño, donde sobre una
mesa que había pasado mejores tiempos, comenzó a mostrarle una selección de
armas de lo más variopinta. Había pistolas y revólveres de varios calibres,
todas venían por izquierda, estaban sin marcas y con los números limados, le
aclaro el flaco, como si eso fuera importante. El sostuvo varias, las sopesó
como el conocedor que no era y finalmente se decidió por una 9 mm negra,
industria nacional.
Mientras
tanto, en su mente, se dibujó la imagen de Luis sangrando y tirado en un piso
de baldosas coloridas. Lo veía nítidamente, como si fuese real, no como el febril
espejismo que solamente era. El cañón humeaba mientras la mirada vidriosa se le
iba volviendo más ausente; hasta que al final sus ojos quedaban inmóviles
mirando sin ver a una pava cuya tapa temblaba enfurecida sobre la cocina.
El
vendedor lo sacó de sus pensamientos cuando le pregunto:
-
¿Balas?
-
Solo
una - Contesto él, delatando su
inexperiencia en el tema.
-
No,
así no trabajo, llévate una caja. – El asintió - Guardá todo bien en la mochila
para que no te descubran. Y si lo hacen, vos nunca estuviste acá, no me conocés,
y si decís otra cosa te aseguro que vas a desear nunca haberlo hecho.
Sin
preocuparse demasiado por la amenaza, agarró las cosas pagó lo acordado y se marchó.
Cuando
volvió a su casa, enfiló hacia su habitación. Se sentó en su cama y dejó que
las horas pasaran lentas en un raconto de los años que lo habían empujado hasta
este momento. Mucho después de que la noche se hiciera presente y el jueves empezara a quedar en el ayer, pareció
volver a la realidad. Lentamente, sacó su bala; y la caja con las otras
cuarenta y nueve fue a parar sobre el techo del ropero, donde las viejas fotos
de sus padres juntaban tierra y la bandeja pasa discos Winco que era su pobre
herencia yacía muda, desde hacía años.
El
cargador tenía capacidad para dieciséis balas más, pero él estaba seguro que
para Luis le alcanzaba con una, no se animaría a dispararle dos veces y por
otra parte, no pensaba fallar.
Con
dedos torpes cargó el proyectil, como le había enseñado a hacerlo el tipo que
le vendió la pistola y deslizó el cargador en la culata hasta que escuchó que
el mismo se trababa al alcanzar su posición definitiva. Se sintió poderoso por
un momento. Fue entonces cuando supo que por fin iba a poder deshacerse de su
Némesis y sonrió al recordar la visión que había tenido en lo del armero, pensando
que Luis no iba a molestarlo más.
Con el
arma en la mano caminó hacia la cocina. Puso el agua para unos mates y encendió
la hornalla. Tiró en el cesto de basura la yerba vieja y preparó todo para unos
amargos. Después se acercó al equipo de
música, subió el volumen y se sentó en su silla favorita.
Y
mientras en la radio la voz carrasposa de Charly entonaba Viernes 3AM y justo
cuando la pava empezaba a silbar tratando de llamarle la atención, desesperada;
Luis levantó la pistola y sin dejar de sonreír, supo que, al menos esta vez,
esta última jugada ya no le iba a poder salir mal.
Walter Peifer
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