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El año de las copias

  Hay años que marcaron a la humanidad para siempre. Me vienen a la mente 1492 y la gesta colombina, la revolución francesa del 1789 o la llegada del hombre a la luna en 1969, solo por citar algunos ejemplos. Algo parecido le ocurrió al 2094, período que sería recordado por todos como el año de las copias. Por entonces, la tecnología había avanzado hasta lo inimaginable y fue solo cuestión de tiempo para que alguien uniera los progresos en diversas ramas, tales como la informática, la medicina, la biología y los muchos conocimientos que la humanidad acumuló por milenios. Todas las piezas estaban su sitio para lo que habría de venir. Las impresoras 3D fueron la herramienta fundamental de esta nueva revolución, aunque no la única. A pesar de que existían desde hacía unos noventa años, para esa fecha su difusión era tal que todos los hogares tenían una y con ellas era posible copiar casi cualquier cosa, desde juguetes hasta casas. A su vez, la industria del plástico creó el P.I.E.

El reino de los espejos

Lentamente, el invierno se iba. A medida que agosto quedaba en el recuerdo y septiembre se acercaba a su meridiano, el verde empezaba a reemplazar a los ocres en cada rincón del paisaje. Las tardes se volvían de a poco más amables y los colores de la primavera retornaban, floreciendo por doquier. El pueblo era un breve conjunto de casas que había crecido al borde de una arbolada añil. Surgió, un hogar a la vez, hacía un centenar de años, en ese lugar alejado de los ruidos y la contaminación que asolaba a las grandes ciudades. Un lago a su vera y las montañas en el horizonte daban un marco de irrealidad que hacía vibrar a las almas en la frecuencia que más les agradaba. Con el tiempo, algunas de las novedades de la tecnología habían empezado a hacerse presentes, pero el caserío aún guardaba ese encanto de atemporalidad que tanto les gustaba a los lugareños; aunque, es justo decir, la sangre de los más jóvenes bullía por la ausencia