El año de las copias
Hay años que
marcaron a la humanidad para siempre. Me vienen a la mente 1492 y la gesta
colombina, la revolución francesa del 1789 o la llegada del hombre a la luna en
1969, solo por citar algunos ejemplos.
Algo parecido le
ocurrió al 2094, período que sería recordado por todos como el año de las
copias.
Por entonces,
la tecnología había avanzado hasta lo inimaginable y fue solo cuestión de tiempo
para que alguien uniera los progresos en diversas ramas, tales como la informática,
la medicina, la biología y los muchos conocimientos que la humanidad acumuló
por milenios. Todas las piezas estaban su sitio para lo que habría de venir.
Las impresoras
3D fueron la herramienta fundamental de esta nueva revolución, aunque no la
única. A pesar de que existían desde hacía unos noventa años, para esa fecha su
difusión era tal que todos los hogares tenían una y con ellas era posible copiar
casi cualquier cosa, desde juguetes hasta casas.
A su vez, la
industria del plástico creó el P.I.E.L (Plástico Imprimible Elástico Ligero),
un material único, altamente maleable y derivado de un tejido animal, no del petróleo
y muy distinto de los clásicos PVC.[1]
o PET[2].
que había dominado el mundo desde el siglo anterior.
También, el
desarrollo de las inteligencias artificiales había avanzado hasta el punto en
que se estaban diseñando procesadores que eran verdaderos cerebros y que contaban,
además, con motores de empatía y personalidad que hacían imposible encontrar
dos iguales en todo el mundo.
Todas las
condiciones estaban dadas para que a Jason Marschell, un becario del M.I.T.[3]
se le ocurriera la idea que cambiaría al mundo: combinar esas tres tecnologías
y la robótica para recrear a la mascota que tuvo cuando era niño, un pequeño
caniche toy que llevaba quince años muerto.
Sobre una
armazón de fibra de carbono y tungsteno, Marschell colocó un procesador de última
generación y recreó todas las partes blandas de la criatura con el nuevo
plástico, impresas directamente en su propia casa.
El resultado
fue un perrito simpático y vivaracho, indistinguible de uno real. Por supuesto
que no era el mismo, no había forma de acceder a los recuerdos y vivencias de
la mascota original, pero eso no le quitaba mérito a lo conseguido.
Como era de
esperar, el becario presumió de su logro antes sus amigos y frente a sus
colegas. Solo fue cuestión de tiempo para que la noticia llegara a los medios y
todo el mundo enloqueciera por tener su propia mascota impresa a medida. Nadie
se detuvo a pensar en los miles de animalitos abandonados que necesitaban ser
adoptados.
Resultaba tan
sencillo hacer una impresión de un compañero símil animal hecho de P.I.E.L.,
que en poco tiempo proliferaron copias de perros, gatos, tortugas y cualquier
de las especies que uno pudiera imaginarse.
La cosa no se
detuvo ahí. Apenas dos meses después de la primera impresión, se dio un paso
que muchos tildaron de antiético: la creación de personas sintéticas.
De pronto, la
gente estaba imprimiendo amiguitos para sus hijos y compañeros para jugar al
futbol o al tenis. Hombres y mujeres diseñaron a sus partenaires ideales,
dotando a sus parejas recién creadas de todas las características que
consideraban indispensables para ser felices.
Fue famoso el
caso de una escuela a la que le faltaban profesores y en vez de solicitar postulantes
para el puesto, los directivos se limitaron a cargar toda la información de
geografía y pedagogía posible en una criatura de plástico genérica, que
compraron en un supermercado.
De igual forma,
las empresas, empezaron a reemplazar a sus empleados por replicas que nunca se
enfermaban, pedían aumento o llegaban tarde.
Tampoco
faltaron aquellos que dejaron a sus familias para construirse otras de plástico
con las que se sentían más cómodos.
En agosto,
apenas cinco meses después de que Marschell creara a su mascota, casi todos
tenían algún compañero virtual y muchos estaban realmente encariñados con sus
juguetes, aunque algunos otros los miraban con desconfianza y cierto temor ante
el nuevo paradigma social que parecía imponerse.
Con la llegada
de diciembre, los regalos navideños que más se pedían eran justamente aquellos
seres sintéticos: perros, loros, amigos, novias, padres, madres y todo aquello
que uno pudiera imaginar.
Las impresoras
no se detenían nunca y el frenesí con que trabajaban dejaba pequeñas a las
revoluciones industriales de los siglos anteriores.
Pero — como
siempre debe haber un pero— el diablo metió la cola para Nochebuena, de una
forma que nadie esperaba. Todo giró alrededor del problema del calentamiento
global, que se había disparado durante la última centuria, sin que ningún
gobierno se preocupara nunca por resolverlo. Tan brutal era la cuestión que el
invierno casi había desaparecido del globo y ese 24 de diciembre finamente el
mundo ardió.
Las
temperaturas mundiales rondaron los 53°C. El sol laceraba los ojos y las pieles
de aquellos que quedaban expuestos a él y los cortes energéticos se sucedían
sin parar, porque las redes no daban abasto para cubrir tantos aires
acondicionados y ventiladores enchufados.
Pero el
verdadero problema era que el P.I.E.L. solo podía soportar 50°C; un grado más y
las proteínas con que estaba hecho el material se degradaban y el plástico se
convertía en una masa de baba pegajosa.
De pronto, los
compañeros virtuales empezaron a derretirse por todo el globo, algunos incluso
adentro de sus paquetes navideños, preparados con primor para ser abiertos a
medianoche.
Novias a lo
Jessica Rabbit, maridos igualitos a George Clooney, empleados obsecuentes y
mascotas de exhibición, todos se volvieron masas informes y descoloridas, aplastadas
contra el piso, goteando desde sus esqueletos metálicos.
Los seres humanos
de carne y hueso lloraron y se lamentaron, mientras apretaban el interruptor de
OFF de los procesadores inteligentes, que desprovistos de su apariencia
artificial ya no les resultaban tan tentadores ni tiernos.
El 25 de
diciembre, mientras barrían y limpiaban el desastre, todos comprendieron que
nada reemplazaba a las personas de verdad y corrieron a abrazar a sus hijos originales,
a reencontrarse con sus familias con defectos pero que los amaban, a buscar a sus
padres ancianos abandonados en asilos, a tratar de recuperar a sus parejas y
empleados, y a adoptar a perros y gatitos que sí necesitaban que los alimentaran
y que los quisieran.
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