Obsolescencia programada

    Ricardo miró el dispositivo que llevaba en su muñeca. Parecía un inocente reloj de pulsera, pero este aparato no marcaba la hora, sino que le informaba que hoy sería el día de su muerte. 
    A pesar de que llevaba los dos últimos años preparándose para este momento; ahora que su tiempo se terminaba, no se sentía listo para partir. 
    Un rato antes se había levantado de la cama y, mientras se lavaba los dientes, observó en el espejo del baño que estaba más gordo. También se fijó en que la barba empezaba a notársele. Esa semana no se había afeitado; a decir verdad, no le encontró el sentido a hacerlo y ahora ya no tenía importancia. Se vistió con ropa deportiva y fue hasta la panadería del barrio cerrado en que vivía, para comprar unas facturas para el desayuno. Por el camino se cruzó con un par de vecinos. Todos lucían sus “cronomierdas” en la muñeca, todos enfrentaban su último día en el planeta. Algunos, como Raúl, el ex rugbier de la otra cuadra parecían llevarlo bien; pero a otros, como a Amalia, la mejor amiga de su mujer, la angustia le transformaba la cara. En el negocio, eligió medialunas de grasa y manteca, cañoncitos y un par de tortitas negras. Él nunca había entendido a esas facturas y casi que no las consideraba como tales, pero, vaya a saber uno por qué, eran las favoritas de Karina. Cuando la empleada le dio el paquete, le pareció que lo miraba con lástima, y era posible: los únicos que pasarían la medianoche de los que estaban ahora en ese barrio eran los comerciantes y los que se encargaban de los distintos servicios como jardineros, electricistas, lavanderas y demás. Ellos vivían de los muros para afuera. 
    Esos aparatitos que llevaban todos encima, en realidad se llamaban Cronofinale, relojes del tiempo final; pero hacía muchos años que habían recibido el apodo de cronomierdas, pues de qué otra manera se podía llamar a un artilugio que predecía exactamente el día en que ibas a morir. 
    Los diseños externos de estos relojes variaban muchos de uno a otro: algunos estaban recubiertos de oro, otros tenían correas de metal o de cuero. Los más humildes, estaban forrados por un plástico o una goma más bien berreta, pero todos invariablemente tenían exactamente la misma maquinaria adentro. 
    La End Time Corporation con sede en Japón, los había desarrollado hacía cincuenta años. Las innovaciones tecnológicas en la tercera decena del siglo XXI y sobre todo los avances en la física cuántica habían permitido a los orientales diseñar estos aparatitos que algunos veían como malévolos y otros, no pocos, encontraban liberadores. 
    Nadie entendía cómo funcionaban realmente las computadoras cuánticas que formaban sus núcleos, pero se sabía que procesaban tal cantidad de algoritmos que permitían conocer exactamente en qué día moriría la persona que lo llevara puesto. La idea era que el individuo en cuestión lo usara siempre, aunque pareciera estar apagado. Dos años antes de la fecha de la muerte el aparato se encendía automáticamente e iniciaba una cuenta regresiva que llegaría a cero en el momento del deceso. Durante la última hora de vida del usuario, el color de los números se volvería rojo, antes del apagado definitivo. La batería nunca necesitaba ser recargada y una vez muerto su dueño, no podía ser reutilizado por otra persona. Claramente esa era una estrategia de obsolescencia programada que apuntaba a mantener siempre altas las ganancias de la End Time Corporation. 
    Cuando recién había aparecido la novedad, nadie sabía si quería realmente uno, pero en poco tiempo y fruto de una campaña agresiva de publicidad el producto se impuso y pronto todos pagaban lo que fuera por tenerlo. De hecho, la mayoría prefería comprarse un Cronofinale antes que una casa. 
    Cuando Ricardo volvió a su hogar, Karina ya se había levantado y había puesto el agua para los mates. En su muñeca también había una cronomierda como la suya que avanzaba inexorablemente hacia el fin. Sin variar mucho su rutina diaria, abrieron el paquete y se sentaron a desayunar. 
    Al aparecer los primeros relojes del tiempo final, la gente no sabía cómo reaccionar. Cuando el producto se volvió masivo y casi todos tenían uno, era común que los que estaban próximos a morir se abandonasen al libertinaje y al desenfreno, generando un gran caos en el tejido social. 
    Tampoco faltaron aquellos que quisieron desafiar al sistema y demostrar que los relojes podían equivocarse. Fue famoso, por ejemplo, el caso de Rodolfo Beraja, un muchacho que allá por mayo del 2040 decidió saltar de un edificio de 20 pisos. Su Cronofinale le decía que aún le faltaba un año y medio para morir. Rodolfo estuvo en coma hasta el 17 de diciembre del año siguiente, cuando el monitor del hospital marcó, al fin, la línea plana de su actividad cerebral. 
    Ante el descontrol que se desató en el mundo, los distintos gobiernos debieron legislar para poder organizar la cuestión. Una de las medidas más relevantes fue que nadie menor de 18 años podía portar uno de esos Cronofinale. No se consideraba prudente que los niños y adolescentes tuvieran una relación tan pronta con la muerte y todos estuvieron de acuerdo que en que era bueno que aprendieran a lidiar con la incertidumbre, al menos durante esa época de sus vidas. Por supuesto, no es que ellos no los quisieran y que algunos incluso no obtuvieran los dispositivos en el mercado negro, aunque eso pudiera valerles una onerosa sanción. 
    Veinte años después de la creación de los Cronofinale, el 75 % de la humanidad mayor de edad portaba uno. Es cierto, que aún había una porción pequeña de gente que abogaba por dejar que la vida los sorprendiera y de paso la muerte también, pero cada vez eran menos. 
    Uno de los efectos más notorios del cambio de paradigma, era que los avances científicos parecieron estancarse. Nadie tenía demasiado interés por desarrollar nuevas tecnologías e investigar, todo pasó a ser más inmediato. La vida se convirtió en eso que uno hacía para poder sobrellevar sus últimos dos años de la mejor forma posible. 
    Los delincuentes no dejaron de existir en esta nueva realidad, pero si cambiaron su modus operandi. Eran comunes ahora los secuestradores de Cronofinales. Simplemente se hacían con el dispositivo de alguien y luego lo chantajeaban pidiéndole un rescate. Es que, llegado a este punto, nadie soportaba no tener su aparato encima, ya que temían desperdiciar los últimos años de su vida en cosas carentes de sentido. 
    En el nuevo orden mundial, los seres humanos se dedicaban a trabajar y a ahorrar, incluso sin tomarse vacaciones durante años. Como si fuera un plan de retiro, iban pagando mes a mes la estadía de dos años en alguno de los nuevos barrios cerrados que se habían construido para albergar a la gente que sabía que moriría en tal o cual día. Cuando sus Cronofinale se activaban se retiraban al barrio que tenían asignado de acuerdo a su fecha de expiración. Allí vivían esos últimos meses en la gloria, sin necesidades y dedicados a disfrutar el tiempo que les quedaba. Por ejemplo, Ricardo y Karina vivían en el barrio 12102074 III/IV, es decir que habitaban el tercer complejo de los cuatro que había con gente que moriría el 12 de octubre del 2074. 
    La mayoría de los habitantes de esos lugares, se dedicaban a cultivar excentricidades, hacer deportes extremos, comer hasta reventar, o simplemente asolarse tardes enteras como lagartos tropicales. Esto era posible, porque ninguno estaba obligado a trabajar. Todas las mañanas ingresaban al barrio hordas de gente cuyos Cronofinales no habían sido activados aun. Estos individuos se encargaban de atender en los distintos comercios y solucionar los problemas de infraestructura que el barrio necesitara. 
    Desde hacía un tiempo, la moda era invitar por las redes a los que iban morir en el mismo día a participar en sendas orgias finales. Los integrantes de las mismas se internaban en la mañana del día señalado en una bacanal, donde el desenfreno y la depravación no tenían límites. Todos sabían que esa era la fiesta final y cada uno quería llevarse la satisfacción de haberse ido a lo grande. El evento recién se terminaba cuando el reloj del último de los participantes se apagaba. 
    Al otro día, escuadrones de limpieza recorrerían el barrio, aseando todo y dejándolo listo para el próximo contingente. 
    Ricardo y Karina no quisieron participar en la gran fiesta de despedida que se celebró en el S.U.M. del complejo habitacional. 
    Al igual que le ocurría a todos, su relación no superaba los dos años, pero estos habían sido más que suficientes para que ambos se convirtieran en carne y uña. Era increíble lo fuerte que podían volverse los lazos cuando dos personas estaban destinadas a morir en el mismo día. Quizás por eso, los amantes eligieron pasar su ultimo día juntos en la casa en que habían compartido tantas alegrías; les pareció lo más apropiado. 
    A las seis de la tarde, Ricardo murió en los brazos de Karina. No hubo dolor, simplemente se dejó ir. Cuando los números de su reloj se habían vuelto rojos, una hora antes, ella lo había abrazado hasta que ambos se apagaron a la vez. A lo lejos, sin que significaran nada para la chica, se escuchaba la música y los gritos eufóricos que llegaban del S.U.M. 
    Luego, Karina fue hasta el placard. Lentamente armó su valija y dejó su dispositivo sobre la cama. Hacía muchos años que había cambiado la maquina dentro de la carcasa que llevaba en su muñeca; por un reloj chino barato que consiguió en el supermercado. Sin apuro bajó las escaleras, atravesó la puerta rumbo a la calle del barrio que ahora estaba totalmente en silencio; y se fue sin saber qué le depararía el mañana.

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