A sus plantas furioso un león
¡Un león! ¡Un león en el fondo! ¡No podía creerlo! Miré una
y otra vez, cerré los ojos y al volverlos a abrir ¡Aun estaba ahí!
Hace unos minutos me desperté, sentí un ruido, como un trueno,
pero era más gutural. Me extrañó ese sonido: no era algo común. Miré a mi
alrededor, estaba en la habitación de mi abuela, ¡En su casa!, no sé bien como
llegue ahí, pero reconocí en seguida las señales: La cama de elásticos que
rebuzna como un burro disfónico, el ropero de madera color caoba con un espejo
cargado de siete años de mala suerte en la puerta, los santos y virgencitas en
la mesita de luz a los que la Tati le rezaba todas las noches. No había nadie más.
Llame a mamá, a papá, grité por mi abuela, pero nadie me respondió. Así,
descalzo como estaba, aunque no me dejan andar sin nada en los pies, baje de la
cama. Salí de la pieza, crucé el comedor desierto sintiendo el frío de las
baldosas a cada paso y llegué a la cocina también vacía. De pronto, otra vez el
rugido, que parecía venir del fondo del terreno. La puerta que da al patio
estaba entreabierta. Siempre me impresionaron lo fina que es su chapa y los
grandes vidrios esmerilados sin rejas en su mitad superior; siempre me dio
miedo pensar en su fragilidad ante los intentos de algún intruso con
intenciones poco santas. Cada vez más intrigado, pero tranquilo aun, salí al
amparo del techito donde mi abuela Tati y su hermana solían tomar mate en las
tardes sofocantes de verano. Al levantar la vista, un vergel de unos 70 mts de
largo me golpeó los ojos con toda su colorida variedad. Algunos árboles se
estiraban ávidos hacia las alturas: limones y nísperos a cual más amarillo, un
par de mandarinas añosas, un duraznero embichado pero que aún resistía, y otros
más que no sabía bien identificar. Descalzo, las plantas de mis pies se tiñeron
de rojo cuando me lance curioso por el caminito de ladrillos que mi abuelo
había hecho cuando yo empecé a dar mis primeros pasos, o eso me contaron al
menos. A mitad del trecho me detuve incrédulo: unos 25 metros más allá de donde
yo estaba, entre la higuera y el naranjo estaba él, majestuoso, parado sobre
sus portentosas patas; verdaderamente un rey aunque esa no fuera su selva.
Yo ya había visto uno en el zoológico de Buenos Aires, una
vez que nos llevaron a mi hermanita y a mí a pasear por Palermo. También había
pegado una foto que recorté de la Billiken en un trabajo sobre mamíferos para
la escuela. Por eso lo reconocí al instante. Su cuerpo robusto, musculoso, la
melena larga y algo sucia, con briznas de pasto sembradas entre los pelos. En
su cara pude ver, eso sí, que le faltaba
el ojo izquierdo: una gran cicatriz le cruzaba
desde el parpado hasta la mitad de la mejilla. De la nada, me vino a la mente una estrofa del Himno viejo que nos
enseñaron hace poco; esa que dice “A sus plantas rendido un león”; aunque estoy
seguro que Vicente López y Planes no se refería a estas plantas, ni este bicho parecía
estar muy rendido que digamos. Un nuevo rugido amenazante en mi dirección me
sacó del ensimismamiento; la boca del animal se abrió de par en par y pude
apreciar sus dientes aguzados, dos hileras de ellos tan grandes que quise correr
a la casa; pero sabía que no era buena idea. Lentamente, empecé a retroceder,
rodeé la bomba de agua que yacía inmóvil como un mojón en el medio del patio y
entré a la cocina con el corazón saltándome en el pecho como una manada de
canguros fugitivos.
La llave estaba arriba del televisor y la tomé entre mis manos
temblorosas. Me costó mucho colocarla en su lugar, solo para descubrir que
giraba en falso. Maldije mi suerte una y otra vez, hasta que después de varios
intentos al fin dio una vuelta. La vieja puerta me pareció más endeble que
nunca.
Caí de rodillas y observé por el agujero de la cerradura, solo
para descubrir que ahí estaba, a unos tres metros. Olfateaba como sintiendo el
aroma de mi miedo. Otro rugido feroz atronó en el aire y comenzó a acercarse
con un paso cansino. Me hice para atrás aterrado, no quería ver pero podía adivinar
su figura deformada a través del vidrio. Un minuto más tarde, sentí sus patas empujando
una y otra vez la puerta que resistía a duras penas los embates.
La bestia, cansada de intentarlo, retrocedió un poco y cargó
con todo su peso contra la chapa que finalmente cedió en un estrepito. Yo quise
huir, pero trastabillé y me vi desparramado por el suelo. Ya lo tenía encima de
mí, sentía su aliento fétido y podía apreciar su boca babeante. Sus garras
largas como agujas arañaron el piso y se abalanzo sobre mí, taladrándome con la
malevolencia de su ojo sin par…
Desperté transpirado, gritando asustado. Mi abuela estaba a
mi lado y trataba de tranquilarme:
- Fue una pesadilla, querido - me decía - Lo que pasa es que comiste mucho al mediodia...
Con dulzura me alcanzó un vaso de agua y no dejé ni una gota.
Estuve como una hora sin poder sacarme la angustia que sentía.
Cuando pude tranquilizarme me acordé de que ese día la Tati
nos había ido a buscar a mi hermana y a mí a la escuela y nos había llevado a
su casa a almorzar. También recordé que más tarde nos iban a venir a buscar nuestros
papás para llevarnos al circo que hacía casi una semana se había instalado en
el predio que está atrás de la estación. Se ve que en la siesta hice una gran
mezcolanza con toda esa información, y de ahí la pesadilla.
Un par de horas después ya estaba del todo repuesto. Apenas
habíamos terminado de tomar la leche cuando mamá y papá llegaron y, después de
despedirnos de la abuela, nos vinimos
los cuatro para el circo. Ahora estamos sentados en primera fila en la inmensa
carpa azul y blanca, comiendo pochoclos
y mirando el espectáculo.
Un presentador, algo panzón y adornado con una galera ridícula,
hace un rato le dio pie al show del mago
Bixby. ¡Sí, como el de la tele! Este, hizo aparecer unas palomas, un truco con
unos pañuelos, y más increíble que todo eso: Partió a una mujer a la mitad y la
volvió a unir. Yo me asusté un poco, pero, por loco que parezca, la chica salió
caminando.
Después vino el número de dos payasos que se tiraban agua y
se pegaban cachetazos, obviamente de mentira. A mi hermanita se ve que le gustó,
porque no paraba de reírse. Yo ya estoy algo grande para estas cosas, me
parece.
Una familia de malabaristas a continuación realizó cosas
increíbles en el trapecio, tan peligrosas que hasta mi mamá se tapaba los ojos
para no verlos.
Ahora, después de un pequeño intervalo, se acaban de apagar
las luces. Todas menos una que ilumina al presentador, que pone una voz gruesa
y anuncia:
- “¡Damas y caballeros! ¡Niños y niñas! Finalmenteeee…
llegó el momento que todos ustedes
estaban esperando. Criado de niño en la selva como el mismísimo Tarzán. Adoptado
luego por una tribu de salvajes caníbales africanos. Aventurero del mundo. Después
de su gira por Europa y Asia y habiendo llevado su espectáculo ante el
mismísimo zar de Rusia; es un placer presentarles ni más ni menos que a ¡Ivaaaaaan
el Salvaje y sus leones asesinos”.
Todas las luminarias se encienden a la vez para descubrir una
jaula gigante en el medio de la pista y dentro de ella un sujeto algo mayor,
flaco y barbudo, que vestido de rojo, azuza
con un látigo y una silla a tres leones que rugen furiosos. Ante el
primer chasquido de la tralla, los felinos se paran sobre sus dos patas
traseras en sendas plataformas cilíndricas. De a uno van bajando y haciendo las
distintas pruebas que su amo les indica; ya sea saltar por un aro prendido
fuego o esquivar una serie de obstáculos. Me acuerdo de la siesta de esta tarde
y me empiezo a sentir algo nervioso. De pronto, uno de ellos abandona su tarima;
el domador le grita y lo sigue restallando su látigo amenazante en el aire,
pero la fiera parece no escucharlo. Se acerca lento a la reja, justo hacia
donde yo estoy. Ruge muy fuerte, toda la gente sigue la escena ahora. Los
chicotazos se descargan sobre el lomo del animal, que se niega a obedecer a
“Iván el Salvaje”. Un sudor frio empieza a correrme por la espalda. Me siento
débil y me doy cuenta de que voy perdiendo la conciencia. Escucho las voces de
mis padres a lo lejos que me llaman desesperados. La última imagen que me
acompaña al abismo es la de su cara, la gran cicatriz que la cruza y ese único ojo clavado en mí.
Walter Peifer
Que interesante descripción! Transmite lo que siente el personaje. Me gustó mucho Walter.
ResponderBorrarMuy buenas escenas, cinematográficas, especialmente las de la casa de la abuela.
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