Es absurdo morir contando tortugas


Había salido solo. Como tantas otras veces, había decidido caminar un poco para estirar las piernas. A sus 78 años, esa era casi la única actividad que solía hacer a diario.

En realidad había planeado llevar a sus nietos a pasear al zoo. Ramiro estaba enloquecido con la idea de ver un elefante en vivo y en directo; pero Nicolás había amanecido con un poco de fiebre y la madre pensó que era mejor que ambos  se quedaran en casa en esa ocasión.

José se deprimió un poco ante este revés, pero era una tarde realmente bonita por lo que se dijo a sí mismo: “¡Qué diablos! ¡Yo me voy solo!”;  y encaminó sus pasos hacia el centro de la ciudad.

Cuando llegó ante los inmensos portones negros del zoo, cuyas rejas bellamente ornamentadas delataban su antigüedad; ya era algo tarde y quedaba apenas una hora y media para el cierre. Pero como ser jubilado tiene sus beneficios y uno de ellos era el pase gratis al lugar,  decidió entrar de todas formas. Luego de presentar su carnet,  atravesó el molinete de acceso y se acercó hasta el primer   puesto de ventas que encontró para comprar comida para aves.

A continuación,  hojeo el mapita que le había dado la chica de la entrada y vio que para recorrer el lugar debía realizar un circuito que rodeaba el gran lago que había en el medio del predio. Calculó que el tiempo le iba a ser suficiente, ya que si bien estaba algo mayor, siempre se había mantenido activo y nadie le daba los años que realmente tenia.

Se internó entonces por el sendero de la derecha y lo primero que se cruzo fue con una familia de patos blancos con el cuello negro y verde, a los que parecía que no los asustaban ni un poquito las pocas personas que circulaban por allí. Les arrojó un poco de alimento y siguió adelante.

Enseguida, se topó con el primer hábitat,  donde un grupo de osos pardos jugaban en la hierba de una mini pradera especialmente diseñada para ellos. En su niñez habrían estado encerrados en jaulas. Esto era un avance, se dijo, pero no era suficiente.

Así, a medida que continuó su camino, se fue encontrando con distintas especies de mamíferos, reptiles y aves. Era un gran zoológico y eso se podía apreciar en su variedad: Leones, monos, cebras, lagartos, tapires, cormoranes, ciervos y toda clase de seres, lo maravillaron a cada paso.

Aproximadamente estando a la mitad del recorrido llegó al área de los elefantes y pensó que allí deberían estar sus nietos. Los animales, dos bestias majestuosas de 3 mts de alto y unas 4 toneladas de peso, se entretenían comiendo las plantas que iban tomando con sus largas trompas de sendos canastos ubicados en un costado del lugar.

José se dio cuenta de que se había quedado demasiado tiempo observando la merienda de los paquidermos, cuando una voz anuncio de repente  por los altoparlantes que quedaban 15 minutos para el cierre, a la vez que instaba a todos a dirigirse hacia la salida.

Se puso nervioso, ya que era una persona muy estricta y no toleraba incumplir ninguna norma. Veía como una falta de respeto hacer esperar a los pobres empleados que querrían irse a sus casas a descansar de su jornada laboral En ese momento pensó en desandar el camino, pero como ya había pasado la mitad del recorrido siguió avanzando y apuró su paso hasta donde le permitieron sus piernas.

De pronto, se encontró frente a una escalera que bajaba hasta un espacio con gradas donde  una ventana panorámica permitía apreciar un corte transversal de un estanque lleno de un agua verdosa. Al fondo del mismo una porción de tierra mostraba a algunos cocodrilos durmiendo.

José, no prestó demasiada atención, ya que quería llegar a la salida antes del cierre. Bajó los escalones lo más rápido que podía, en un trote lento pero que lo exigía al límite, y se apuró para subir los que en el otro extremo lo llevaban de vuelta al sendero. Había llegado casi a la cima, cuando de repente un dolor agudo corrió por su columna vertebral desde su nuca hasta el último de sus dedos.

Trató de sentarse, pero sin ser dueño de su propio cuerpo, fue resbalando lentamente hasta quedar recostado sobre los escalones. Una sensación de entumecimiento había seguido a la punzada inicial, y en cuestión de segundos se vio totalmente inmovilizado. No podía mover una uña, no podía articular ni una palabra. Se imaginó como se vería en esa pose; debía parecer una de las estatuas vivientes de la calle Florida, esas que no se inmutan ni siquiera ante las morisquetas de los chiquillos que osan desafiarlas.

Su mente, sin embargo, mantenía toda la lucidez que los años no habían podido quitarle. Pensó: “Seguro que darán una última recorrida para comprobar que no haya quedado nadie dentro del recinto. El único tema es si voy a poder aguantar. No parece un infarto, no sentí ningún dolor en el brazo, ni puntada al cuore. No, quizás estoy teniendo un A.C.V. Sí, eso es más probable. Le pasó a Benjamín en el club hace seis meses, jugando a las bochas. No se murió, pero nunca volvió a ser el mismo, Ojala que no, pero si va a ser así…  mejor que no me encuentren”.

Lo cierto es que, en mitad de esas elucubraciones, oyó voces  fuera del recinto donde estaba, voces risueñas, de muchachos jóvenes y apurados por irse a casa. Quiso gritar pero estaba imposibilitado de hacerlo. El tiempo pareció avanzar en cámara lenta, José pensó que estaba salvado, era cuestión de segundos hasta que lo encontraran. No fue hasta que el silencio se adueñó de cada espacio en el pequeño anfiteatro, que comprendió que nadie bajaría hasta allí, que quizás se había escapado su última chance de sobrevivir.  La noche no tardó en hacerse presente.

Su cuerpo recostado frente al gran ventanal le permitía ver todo lo que pasaba allí.
En un primer momento no notó nada extraño. Las aguas permanecían quietas y los animales no estaban particularmente activos, pero a medida que fueron transcurriendo las horas el estanque empezó a cobrar vida.

A pesar de la parálisis, su mirada seguía paseándose por el paisaje que lo enfrentaba. Su cabeza estaba clara, más clara de lo que había estado en años, perceptiva seria la palabra adecuada.

Frente a él, tres cocodrilos se lanzaron perezosos al agua, y se hundieron  hasta el fondo, donde otro ya los estaba esperando.

De la izquierda de ese escenario cuasi natural,  aparecieron nadando, entonces,  un grupo de tortugas medianas, de caparazón oscuro; parecían guitarras sin mástil, la pesadilla de algún músico trasnochado, pensó. José las contó: una, dos, tres, nueve  en total. Pensó: “Que absurda forma de morir inventariando quelonios”. Mentalmente se rio de su propio chiste.

Asombrado, vio como las tortugas empezaron a formar figuras en el agua, casi como si fueran nadadoras sincronizadas en un juego olímpico. Primero hicieron un circulo, luego se enroscaron y su coreografía se asemejó a una cinta de Moebius, una especie de 8 acostado. Por los huecos que se vislumbraban en la formación se colaron de repente los cuatro cocodrilos, que pasaron nadando por ellos y salieron dos para cada lado. José pensó, que debería aplaudir el show, si pudiera, desde ya. Como para dejar claro que lo que estaba viendo no era una gran casualidad un cardumen de carpas multicolores se aproximó desde atrás y dividiéndose en dos, repitieron la performance que habían realizado los reptiles.

De pronto un temblor hizo vibrar los cristales. En el terreno de atrás del estanque, acababan de aparecer los dos elefantes que había visto a la tarde, grises, enormes. José se acordó de sus nietos y lo carcomieron las  ganas de verlos. Sobre el lomo de cada uno de los paquidermos un par de monitos muy chiquitos parecían estar bailando. “¿Un tango?” se preguntó José. “Si, eso es”, se respondió solo, mientras imaginaba los compases y veía el 2x4 en cada paso que daban sin música.

Sin que él se diera cuenta, las tortugas salieron del agua y empezaron a armar una pirámide: 4 en la base, arriba 3,  en el próximo piso 2 y en la cima, una nutria sentada oronda como esperando el aplauso de su único espectador. Otras dos se colgaban de las colas de los elefantes y se columpiaban cual si fueran Tarzán  trepado a su liana.

Una jirafa, no recordaba haberla visto antes,  se inclinó hacia el estanque como queriendo calmar su sed, cuando las tres nutrias y los monitos dejaron lo que estaban haciendo y  aprovecharon la ocasión para usar el largo cuello de tobogán y llegar hasta el agua. Una vez allí, se subieron en la dura espalda de los cocodrilos que ahora flotan perezosos.

El conjunto le recordó a José una batalla naval, ¿Trafalgar? ¿La Vuelta de Obligado? Hasta juraría que uno de los monos llevaba puesto un bicornio de almirante. Pero eso no podía ser ¿O sí?

Entonces, desde la izquierda, le llegó una luz que golpeo sus ojos de refilón: Una linterna. Miro hacia la escalera más lejana y vio el haz que de repente lo encandiló. Cuando volvió a girar su mirada hacia el estanque, la magia parecía haberse esfumado, solo un cocodrilo flotaba en el agua y algunas tortugas nadaban parsimoniosamente. En cuestión de segundos,  un muchacho llegó corriendo a su lado, mientras otro vociferaba enloquecido por un handy. Al rato  José era subido a una ambulancia con las sirenas aullantes y trasladado a la clínica más cercana.

Seis meses después finalmente está totalmente recuperado, los médicos dicen que su progreso fue asombroso, que no pueden creer lo bien que evolucionó. El A.C.V., pues eso fue lo que tuvo, casi no le dejó secuela.  

Por eso, hoy finalmente puede hacer la visita  al zoo que oportunamente les había prometido a sus nietos. Esta vez van temprano, apenas abre y como es sábado el lugar está lleno de gente. También lo acompaña su hijo Martin que no se encuentra tranquilo ante la idea de dejar a los chicos solos con su abuelo después del episodio de medio año atrás.

La visita transcurre sin mayores sobresaltos, desfilan los patos, los osos, los leones, los monos. José, revive en su mente la experiencia anterior a cada paso que da. Finalmente se encuentran ante los elefantes. Los chicos deliran. Los animales barritan y uno de ellos se para sobre sus dos patas traseras para el regocijo de todos.

Cuando el camino los lleva hasta el estanque de los reptiles, José  siente cierta aprehensión. Los niños están enloquecidos. Bajan corriendo las escaleras y se pegan al vidrio.

Tres tortugas nadan plácidamente mientras dos cocodrilos dormitan al sol del mediodía, ajenos a la gente que los observa más allá de las aguas.

-         ¿Te acordas viejo? Que susto nos diste la otra vez - Le dice Martin.

José sonríe y asiente con la cabeza pero calla.

Ya se están por ir del anfiteatro cuando una sensación familiar lo recorre de la cabeza a los pies, un leve mareo que arrastra el espíritu de un deja vu.

Vuelve la vista hacia el estanque, cierra y abre los ojos, se los restriega una y otra vez preocupado. No está seguro de si alucina. Quiere llamar a su hijo, pero él y los chicos ya subieron las escaleras.

“Debe ser la maldita diabetes” piensa, “No me acuerdo si tome la pastilla hoy, pero estoy seguro de que esa tortuga acaba de guiñarme un ojo”.

Walter Peifer

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