Rateros del Superclasico


El Bagre, el Sapo el Lombriz y el Laucha eran un curioso colectivo zoológico que desde hacía cuatro años laburaban, es decir afanaban, en el barrio de Liniers. Su estrategia era simple: En el paso cebra de Avenida Rivadavia y Cuzco se mezclaban entre la gente que pululaba de a cientos durante la mañana. Uno de ellos, a menudo el Laucha, campaneaba que no estuviera la yuta cerca, y los otros tres se dedicaban a desvalijar a los peatones inocentes que cruzaban la calle para ir a sus trabajos. Otras veces, para no aburrirse de hacer siempre lo mismo, cambiaban su modus operandi y se amontonaban con los desesperados que pugnaban por subir al 8 que iba a Ezeiza y en el empujón se hacían de alguna billetera o algún teléfono que luego reducían en las cuevas del conurbano.

Pero quiso la fortuna que ese miércoles a las 9, jugaran Boca y River en La Bombonera la primera semifinal de la Copa Libertadores. Al Bagre, que andaba algo necesitado de guita, se le metió en la cabeza que ahí iban a poder hacer un buen número y con eso conseguiría tapar un par de deudas que tenía acumuladas.

Al resto de la banda, la idea mucho no le tentaba, el partido era tarde y consideraban que por ese día ya habían trabajado bastante.  Pero, como la cosecha había sido magra y el Bagre no paraba de insistir, al final accedieron a hacer horas extras por esa vez.

Todos, salvo el Lombriz, que no quería ir por nada del mundo. Decía que tenía un mal presentimiento, que lo había soñado al Bagre anoche, todo magullado y tapado de camisetas de Boca y que lo mejor era juntarse a ver el partido en la tele. Tanto se empacó que los dos amigos con sus deseos opuestos casi se van a las piñas, no parecía haber acuerdo posible.

Al final la cosa se dirimió salomónicamente, el Lombriz se fue para su casa solo y los otros tres se subieron al 53 y partieron tempranito rumbo a La Boca.

A pesar de no ser su territorio de caza habitual, la zona no les era desconocida del todo y decidieron pararse en la esquina de Pinzón y Almirante Brown, que estaba llena de hinchas de Boca que iban caminando y cantando rumbo a la Bombonera.

Fieles a su forma de laburar, el Laucha se apoyó en el semáforo para campanear el movimiento, y el Sapo y el Bagre se mezclaron entre la multitud para hacer su diferencia.  

Por un rato todo fue bien, juntaron un par de celus y algunas billeteras sin que nadie se avivara. Pero después de unos cuarenta minutos, como un ave de presa salvaje, el fatídico destino que el lombriz había vaticinado esa mañana  se abalanzo sobre ellos.  El Bagre se puso a caminar atrás de un gordo grandote al que un celular inmenso le asomaba por el bolsillo trasero de la bermuda. Con toda la cancha de sus dedos de seda extrajo el aparato y ya lo tenía en la mano y lo maniobraba lento para encanutárselo en su riñonera, cuando desde atrás lo chocó sin querer un pibito que pasó corriendo. El teléfono se le soltó y, por más que trato de atajarlo en el aire, con estrepito cayó al suelo, partiéndose en mil pedazos. El gordo, alertado por el ruido, se dio vuelta casi en cámara lenta, y el Bagre se puso lívido instantáneamente cuando se dio cuenta de que había querido robarle ni más ni menos que a El Panza, el bombista oficial de la 12.

En pocos segundos los tres, Laucha, Sapo y Bagre, estaban corriendo desesperados por la calle, escapando como si el diablo los corriera para quedarse con sus almas. Y  era más o menos así en verdad, ya que una veintena de barrabravas xeneizes estaban a punto de darles alcance.

Con la lengua afuera, llegaron hasta la calle Necochea y divisaron un colectivo que estaba arrancando después de cargar pasajeros. Desesperados se colgaron del estribo, al menos los dos primeros: El Bagre que los seguía unos metros más atrás se tropezó con una baldosa floja y termino desparramado, todo lo largo que era, en el pavimento mientras los celulares y billeteras robados volaban por todos lados.

Sus compañeros  alcanzaron a vislumbrar desde arriba del bondi cuando una marabunta azul y amarilla llego hasta él, momento en que empezaron a lloverle golpes de tal manera que cuando lo volvieron a ver en el Hospital Argerich, unas horas después, su estado era más que delicado.

A mitad de la mañana del jueves, montaban guardia en el pasillo como fieles granaderos, cuando el tordo les dio la noticia que no quisieran haber oído. Ninguno supo que decir, por lo que se mantuvieron callados, mudos, estupefactos. Solo el lamento del Lombriz, que hacia quince minutos había llegado, se escuchó como una sentencia final del destino del Bagre:

-         Yo le dije, le insistí en que no vaya por ese barrio. ¡Pero él siempre tan cabeza dura! Díganme: ¡Quien no sabe que el pez…! ¡Que el pez por la Boca muere!


Walter Peifer

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