Mineros
2do premio Concurso "Escrituras en épocas de aislamiento físico". Municipio de General Rodríguez. Año 2020.
Las noticias venían llegando alarmantes desde Europa desde, hacía
por lo menos, un mes y medio. El nuevo virus estaba haciendo estragos y los
noticieros inundaban el aire con la premonición agorera de que solo era
cuestión de tiempo para que el mal atravesase el océano y llegara a estas
tierras.
Para los adolescentes, sobre todo los enamorados, las
preocupaciones solían pasar por otro lado y nuestros protagonistas no eran la
excepción a la regla. Laura y Andrés vivían en la misma calle, en distintas veredas.
Sus respectivas casas estaban enfrentadas; y pasaban gran parte del día juntos,
desde que habían empezado a salir hacía casi un año. Sus familias nunca se
habían llevado demasiado bien: los padres de Andrés, José y Andrea eran ambos
profesionales; y, sin disimulo, ninguneaban a los de Laura, Raúl y Susana, por su humilde
condición de obreros. Eso había generado, desde hacía muchos años una disputa estéril
y una tirantez, que ambas familias no disimulaban. Aunque no les causaba
ninguna gracia, las dos partes tuvieron que aceptar a regañadientes la relación entre sus
hijos: No es que no hubieran tratado de separarlos al principio, sino que llegó
un momento en que se dieron cuenta de que era inútil insistir: el vínculo que
los jóvenes habían formado era realmente fuerte. Cada mañana, Andrés Rulfo y
Laura Serra salían juntos y de la mano rumbo al colegio, que distaba unas seis
cuadras de sus hogares. Por la tarde, ya era rutina que uno u otro cruzara la
calle y que estuvieran juntos hasta la hora de la cena. Incluso por la noche
sus smartphones los mantenían comunicados hasta muy tarde, cuando el cansancio al
fin les ganaba.
Tan ensimismados estaban el uno con el otro que casi no se
dieron cuenta de lo que pasaba en el mundo hasta aquella fatídica noche en que
el decreto presidencial ordenó suspender todas las actividades, incluidas las
clases, y que cada persona se quedara
encerrada en su casa, para prevenir el contagio con la cepa viral que
finalmente había arribado al país.
Los padres de ambos vieron en todo esto una forma sutil de
alejar a los amantes, impidiéndoles terminantemente cruzar la calle que los
separaba. Fueron muy estrictos al respecto: se había acabado aquello de pasarse
a la casa de enfrente a hacer el novio, dijeron tanto los Serra, como los Rulfo.
Andrés y Laura entraron en una espiral de desesperación, desde
entonces. Su único contacto fue a través de los teléfonos celulares. A lo sumo
podían verse de portón a portón, tan cerca y tan lejos el uno del otro. Sin
poder sentir el roce de sus pieles, el sabor de sus labios, su amor, más que
disolverse en la nada, pareció crecer en
sus corazones, convirtiendo la falta de contacto en un suplicio insoportable.
Pasó así el primer mes y la cuarentena, lejos de terminar,
amenazaba en extenderse hasta el hartazgo. Los teléfonos resultaban un triste e
insuficiente sucedáneo de la relación para los jóvenes, y sus familias los veían
marchitarse a cada uno en su propio hogar.
Fue entonces, durante
una tarde de hastío, mientras Laura estaba viendo sin ganas una serie en la televisión,
que la cosa cambió. En el programa que le ofrecía su servicio der streaming, un
muchacho injustamente acusado de un crimen atroz, sufría penas y las más
terribles vejaciones en una cárcel de máxima seguridad. Promediando el
episodio, él y otro prisionero ideaban un plan genial para poder fugarse. Laura se sintió
como si un viento frio soplara en su cara espabilándola en un segundo. Su
cabeza, salió de la modorra que el aislamiento le había impuesto y empezó a
trabajar a una velocidad increíble. A los pocos minutos, tomó un papel y un
lápiz y trazó un par de cálculos: Sus jardines delanteros, el de ella y el de Andrés,
ocultos de las miradas indiscretas tras sendas ligustrinas, estaban enfrentados.
Dos metros de vereda de cada lado, cuatro metros de calle, a lo sumo y exagerando
serían diez metros en total. No parecía tan difícil. ¡Esa era la solución! ¡Harían
un túnel!
Llamó entusiasmada a Andrés y le contó todo. Pensó que él le
iba a decir que estaba loca que se dejara de jorobar, la verdad es que creyó
que iba a tener que convencerlo. Pero no, la idea prendió de inmediato en su
novio, como si acercara una llama a un pastizal reseco por el sol.
Inmediatamente, pusieron manos a la obra para llevar el plan
a la práctica. Vieron cada video de
fugas carcelarias y atracos a bancos que You Tube le brindaba, buscaron en el
navegador tutoriales de minería, series y películas y cualquier otra cosa que
pudiera ayudarlos a realizar la magna tarea.
Apenas cinco días después decidieron que ya estaban lo
suficientemente preparados para comenzar la labor. Munidos de palas, linternas,
baldes y todo lo que creyeron necesitar empezaron a excavar, cada uno desde su jardín.
Claro, que estaban en sus casas, no en un local abandonado, pegado
a un banco que querían asaltar. Como resultaba obvio, no tardaron nada en ser
descubiertos. El papá de Andrés, encontró a su hijo hundido en la tierra hasta
la cintura, una hora después de haber empezado a hacer el pozo.
La reprimenda fue feroz, le quitó su celular y lo envió castigado
a su habitación, donde Andrés se tiró en la cama resignado, sin saber cómo
había sido la historia del otro lado de la calle. Supo que Laura también había
sido descubierta, por los gritos que
daba Susana, su mamá, casi a la vez que su padre lo estaba castigando a él.
Dos días después el celular de Andrés, que descansaba sobre
la mesita ratona de los Rulfo, había
sonado al menos cien veces sin que nadie lo contestara, mientras el muchacho
seguía en su habitación, sumido en la depresión.
Sus padres, no soportaban verlo así, y decidieron que era el
momento de involucrar a la otra familia para ver cómo proceder.
Por primera vez en más de diez años, en el teclado del teléfono
de línea de los Rulfo, se marcó el número de los Serra.
José mantuvo una charla de cinco minutos con Raúl, el papá
de Laura, mientras su esposa lo observaba atenta. También Andrés, había salido silenciosamente
de su habitación y prestaba oídos a cómo su padre decidía el destino de su amor.
Cuando este cortó, Andrea le pregunto:
-
¿Y?
-
Están ayudando los dos a su hija a cavar –
contestó azorado él.
-
¿Qué? – fue lo único que atino a decir su mujer.
-
¡Tal como escuchás! Dice que, al principio, se
enojaron y castigaron a Laura, pero que
no soportaban verla sufrir, así que optaron por ayudarla.
-
¿Y nosotros qué vamos a hacer? – le pregunto
Andrés, con la preocupación en el rostro.
-
¡Pues cavar para el otro lado! ¿Qué más? ¡No van
a quedar ellos como los padres amorosos y nosotros como los desalmados!
-
Pero… ¿Por qué no los dejamos cruzar y listo, José?
¿Quién va a decir algo?
-
De ninguna manera, si ellos cavan, nosotros
cavamos…
De esta forma, los Serra y los Rulfo, empezaron a cavar,
cada familia de su lado, en un desafío tácito que los llevaría a verse cara a
cara después de mucho tiempo.
Lograron hacer un pozo respetable, unos tres metros y medio para
abajo, y luego giraron paralelos a la calle y encararon hacia la casa de los vecinos.
A la segunda noche el que sonó fue el teléfono de los Rulfo.
Era Raúl, para preguntarle cómo iban los avances. Su hija le había dicho lo que
estaban haciendo, ya que Andrés había recuperado su celular y la información no
tardó nada en cruzar la calle.
Ahí empezó un diálogo que se prolongó como una rutina que
ambas familias esperaban cada noche, luego de la labor en el túnel.
Con el pasar de los días, la comunicación ya no fue por el
teléfono de línea sino por los celulares, puestos en altavoz, incluso cuando
estaban en el túnel, uno cavando y los otros miembros de la familia
redistribuyendo la tierra en cada uno de los jardines que iban adquiriendo,
poco a poco el relieve típico de pequeñas colinas.
Sin quererlo, pero necesitándolo en medio de tanto
aislamiento, las familias empezaron a hacerse cercanas: Andrea y Susana
compartían recetas de cocina mientras José y Raúl planeaban el asado que iban a
hacer cuando al fin lograran abrir el túnel y encontrarse.
En las sobremesas de los Rulfo, siempre se hablaba de los vecinos
de enfrente, pero ya no se los denostaba como antes. En la de los Serra, ocurría
lo mismo, el resentimiento de años parecía haberse esfumado de repente.
Pasaron casi tres meses desde que habían empezado esta labor
de minería y cada vez faltaba menos para terminar el túnel.
De pronto, una tardecita, todos los teléfonos estallaron a
la vez en mensajes urgentes: La cuarentena se había terminado, podían salir a
la calle, eran libres.
De manera instintiva empezaron a saltar, o lo intentaron
porque Andrés y su papá estaban en cuclillas dentro del túnel. Andrea, afuera
del pozo bailaba de alegría. El muro que los separaba era tan fino ahora que podían escuchar del otro lado el mismo festejo
por parte de los Serra.
Después de unos minutos, cuando sus corazones se sosegaron,
los Rulfo se miraron a la cara, todos con el mismo pensamiento: ¡Faltaba tan
poco! A lo sumo dos o tres días. Les dio pena pensar que iban a dejar por la
mitad aquello que había unido a dos familias, que por prejuicios tontos, antes
no se podían ni ver.
El celular de Andrés sonó en ese preciso instante: era Laura.
Le pedía que pusiera el teléfono en altavoz. Andrés pulsó el botón de manos
libres y todos pudieron escuchar la voz de Raúl:
-
Parece que ya podemos salir – No denotaba
felicidad.
-
Si, así parece –respondió como un autómata José Rulfo.
-
¿Qué gran noticia, no? – ahora la que se oía era
la voz de Susana, sin convicción.
-
Sí, es verdad… - dijo la madre de Andrés, que abrazaba a su
hijo.
-
¿Y qué hacemos? – preguntó Raúl a través del
altavoz.
Los Rulfo se miraron entre ellos, inquiriéndose con la
mirada. Supieron que los Serra estaban haciendo lo mismo del otro lado. Ninguno
quería que las cosas volvieran a ser
como antes.
La respuesta salió firme de la boca de José:
-
Pues, volver a cavar ¿Qué más?
Nadie lo contradijo. Simplemente, cada uno tomó sus
herramientas y todos siguieron trabajando, esperando encontrarse del otro lado.
Walter Peifer
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