El mar del invierno
Ella caminaba por la playa
descalza, sus pasos lentos le permitían sentir la textura rugosa de la arena,
fría como correspondía a ese mes de agosto que ya empezaba a agonizar.
Las olas atacaban a sus pies en
episodios rítmicos, clavándole agujas heladas, que le devolvían la vida por
unos instantes.
El viento soplaba con fuerza
desde el horizonte lejano, donde la tormenta eléctrica bullía y avanzaba
constante hacia su cuerpo frágil.
Llevaba en su mano un libro
gastado de Alfonsina Storni. Era “Poemas de Amor”, la versión francesa de Max
Daireaux de 1926, una reliquia que estaba en su familia desde que Ella tenía
memoria. Su abuela le había enseñado los rudimentos del idioma cuando era una
niña que aún no acababa de aprender el español. Luego, en la academia, se había
perfeccionado y se había enamorado de una París que nunca llegó a conocer. Ese
manojo de hojas amarillentas había sido su mayor tesoro en este mundo.
El mar siempre le había dado el
punto de escape para sus tensiones Así le pasó cuando se separó. Fueron malos
años esos; su marido nunca había entendido que ella tenía sueños, proyectos. Su
forma de ser anticuada, le hacía ver la vida como un binario: blanco o negro,
hombre o mujer, amo o esclava. Nunca entendió que Ella necesitaba más. Nunca,
hasta que cogió sus valijas, y dejó que una temporada mirando las olas sosegara
su alma.
De niña venía todos los años, más
que nada en verano, siempre llena de preguntas, siempre feliz, chapoteando en
los charcos que se formaban en los desniveles de la arena. No fue hasta que se decidió
por la libertad, que aprendió a apreciar la soledad de los meses fríos, todo
ese silencio, todo el murmullo de fondo que nadie se atrevía a interrumpir.
Hacía mucho que no enfrentaba
las olas; se preguntó por qué, aunque no le interesaba la respuesta. Pero aquí
estaba otra vez; había bajado a la playa y había vaciado su cartera de cuero
negra en la arena. Vio como algunos papeles se arremolinaban en el viento,
antes de alejarse de ella. Vio la foto de él, la estaba abrazando, era de los
años felices. No se acordaba de que aun la tuviera encima; pensó que algunas
cosas siempre pesan en algún recóndito lugar del alma y una no puede nunca
deshacerse de ellas.
Iba juntando las caracolas
muertas que empujaba el agua. Se llevó una particularmente grande al oído, que le
susurró el sonido del mar. Ahora, frente al original, no necesitaba una copia, pensó. Metió el
cascaron vacío en la cartera que llevaba cruzada en su hombro; ya estaba llena
casi hasta la mitad.
Recordaba vagamente haber
salido corriendo de la clínica ¿Ayer? ¿La semana pasada? ¿El siglo anterior? No
podía precisar el momento. Solo sabía que llevaba esa cartera y lloraba.
Se acordó de la cara del médico,
podía verlo gesticulando, pero no oía sus palabras. ¿Dr. Lamort? ¿Qué tipo de
nombre era ese para un medico? ¿Nadie nunca había captado la ironía? Se rió,
pero su gesto era una mueca, una
imitación mecánica de una sonrisa ¿Quién se creía que era? ¡Maldito!
La siguiente imagen que asaltó
su mente la mostró manejando por la ruta 2 bajo una llovizna que de a ratos se convertía
en chaparrón. Ni siquiera había pasado por su casa a buscar una muda de ropa.
A la altura del balneario La
Perla dejó que su cuerpo cayera despacio sobre la arena húmeda. Empezó a
arrojar las caracolas, una a una, hacia las olas violentas que se devoraban la
playa. La tormenta ya estaba sobre su cuerpo apenas tibio; el viento quería
llevarla tierra adentro pero Ella era tenaz y no iba a volver atrás.
Ahora, sentada de frente al
mar, pensaba cada vez más seguido en Alfonsina.
Comentarios
Publicar un comentario