Música del alma

Julio de 1963. Carlitos está durmiendo en su cama arropado hasta el cuello. A sus doce años, aún abraza con fuerza al osito de peluche que su mamá le trajo hace unos años de España. Sus globos oculares se mueven desenfrenadamente bajo los parpados.

 Como viene ocurriendo desde hace unas semanas, está experimentando un sueño recurrente. En él se encuentra en un corredor extraño, frío y húmedo, por el que camina, vestido con su pijama. Está muy oscuro y no distingue ningún interruptor. Las paredes son de piedra, solidas, y suben rectas e interminables hasta el techo abovedado muchos metros sobre su cabeza. Un grillo canta refugiado en las sombras. A lo lejos divisa una luz temblorosa y frágil; y, casi de memoria, dirige sus pasos hacia allí.

El niño no sabe adónde se encuentra, pero algo es seguro: ya no está en su casa de Caballito. Cada tanto, una armadura bruñida al extremo y ubicada sobre un pedestal lo mira amenazante, haciéndole saber que es un extraño. Debe haber una veintena de ellas, algunas portan sendos mandobles, otras, manguales o hachas de guerra. Todas indefectiblemente tienen en sus manos un escudo en el que dos leones alados sostienen un blasón dorado con líneas rojas verticales, en cuyo centro descansa un águila negra. De repente, le vienen a la mente las historias de Hank Morgan, el yanqui del libro de Twain que robó de la biblioteca de su mamá.

Como en las ocasiones anteriores, el grillo se calla de repente, justo cuando una melodía empieza a llegar hasta sus oídos. Carlitos presta atención: las progresiones de la escala le resultan extrañamente familiares. Inconscientemente, apura su paso en dirección a la puerta que se abre ante él.

Una vez allí, se asoma con cautela por detrás de una armadura y observa dentro de la habitación. ¡Allí está de nuevo! El hombre toca el piano de cola de manera magistral, sus ojos están cerrados y sus manos acarician suavemente las teclas de marfil. La música ocupa cada resquicio del alma del niño. El majestuoso instrumento está ubicado junto a un gran ventanal por el que se cuela la noche, mientras que dos grandes candelabros apoyados en la tapa negra luchan por resistir el embate de las sombras. Una ráfaga de viento que agita las llamas, parece predecir una tormenta en ciernes.

Sabe que el intérprete debe tener la edad de su padre, aunque dista mucho de parecérsele. Los años pesan distintos en esos tiempos oníricos; a los treinta y cinco cualquiera es un viejo.  Su papá, en cambio, se mantiene joven y vital, y jamás pierde la elegancia. Y eso que no para un segundo, inmerso como esta en miles de responsabilidades. Por eso, la educación de sus tres hijos, siempre estuvo a cargo de su esposa Carmen y de las niñeras profesionales que contrató para tal fin. Al menos en los años buenos, que ya moran en el recuerdo.

Este hombre en cambio, es la representación del caos. Lleva puesto un sacón gris y una camisa que alguna vez fue blanca, pero ahora solo desluce a su portador. Una bufanda roja se enrosca peligrosamente sobre su cuello y sus cabellos revueltos, dan marco a un rostro en el que parece asomar un dejo de locura. Carlitos, sabe bien, que, tras esa máscara se oculta lo imprevisible y lo genial.

La música suena dulce. El niño presta atención, su oído es capaz de identificar exactamente cada nota que oye.  La escala sube y baja en total armonía, hasta que de pronto una nota disonante dispara una tormenta que arrasa con todo a su paso.  La melodía es empalagadora, atrapante, hipnótica.

No se da cuenta de que está apoyado con demasiada fuerza en la armadura plateada, hasta que el mangual de muchas puntas que sostiene, se desprende del guantelete de metal y cae al piso con estrépito.

Asustado, se da media vuelta presintiendo lo que va a pasar, pero se queda congelado al percatarse de que aún sigue en el sueño, y que no se despertó transpirado como en las noches anteriores.

Quiere huir, pero no lo hace porque se da cuenta de que, a pesar de todo el batifondo del hierro contra la piedra fría del suelo, la música nunca se detuvo. El pianista, sigue en su lugar y ni siquiera parece haberse enterado de lo que acaba de pasar a escasos metros de él.

Más curioso que temeroso, da un paso y luego otro, hasta que se para junto al hombre. Recién entonces éste nota su presencia y lo mira con extrañeza. Se incomoda un poco cuando ese par de ojos curiosos lo escudriñan de arriba abajo. Un instante después, como si aquello fuera lo más normal del mundo, le sonríe afable, y estira la mano hasta el atril, de donde toma una pequeña pizarra y una tiza; y se las ofrece.

Carlitos, con dedos temblorosos, escribe un pequeño mensaje con una felicitación por la pieza que estaba tocando y le devuelve la tablilla.

El músico la lee y le sonríe abiertamente.

Después le habla en una lengua extraña, que el muchacho entiende a la perfección. Ese es el poder del sueño, sin lugar a dudas, una magia que trasciende el tiempo y las lenguas.

Casi gritando, le dice que lo que interpretaba, era algo que está escribiendo para una buena amiga, una soprano llamada Elizabeth. Se la debe, le cuenta, como agradecimiento por haber cantado en su ópera Fidelio hace cuatro años, cuando la estrenó en el Theater an der Wien.

El chico asiente embelesado. No hay forma de que el hombre sepa que esa misma melodía que acaba de sonar lo sacó de muchas situaciones de angustia en su corta vida.

Piensa, sin ir más lejos, en aquella ocasión cuando sus padres hicieron ese viaje y lo dejaron al cuidado de la niñera, por un par de meses. Para Carlitos, fueron días muy aciagos, que le provocaron una crisis nerviosa, de la que siempre le quedarían secuelas. La música lo ayudó entonces a afrontar esas noches de desapego.

Cuando ellos finalmente regresaron se sorprendieron al descubrir que el niño de tres años, podía tocar piezas clásicas en un pianito de juguete.

Desde ese día, las melodías y él se volvieron inseparables, tanto que ahora, aún sin terminar la primaria, está a un año de egresar del profesorado en el Conservatorio.

La música siempre lo sacó de sus angustias, le permitió volar. Y esa obra en particular que acababa de escuchar, Für Elise, era la pieza que más amaba.

Tímido, le pregunta al hombre si lo deja sentarse frente al piano. Éste lo mira extrañado, aunque accede al pedido. El muchacho garabatea en la pizarra: “Maestro, estoy escribiendo esta canción”.

Acto seguido, empieza a tocar. El músico no lo oye, pero sus ojos siguen atentos el movimiento de sus dedos sobre el piano.  Cuando termina, se queda en silencio un instante y luego aplaude.

—¡Maravilloso!— dice.

Carlitos escribe: “Empecé a escribirle una letra también. Algo así:

El tiempo es de vidrio

El amor un…    (Acá no sé con qué rimar)

Los años espadas

El alma un tapiz

Todavía me falta”

—El amor un faquir, iría bien… Y lo pondría todo en segunda persona… — Sugiere el músico.

Otra vez vuelve a tocar la pieza, esta vez cantando.

Cuando termina gira la cabeza hacia el hombre parado a su lado y ve que está llorando.

Quiere pararse y abrazarlo, cuando siente que lo sacuden con fuerza. Maldice su suerte porque sabe lo que va a pasar. Cierra los ojos resignado y al abrirlos está de nuevo en su habitación junto a su mamá, que lo mira angustiada.

—¡Carlitos, estabas soñando de nuevo! Cantabas en voz alta... ¡Me asustaste!

—No pasa nada mamá — dice él con modorra.

La mujer lo abraza y lo mira como si se fuera a romper. Sabe que no es un chico común y tiene miedo de que sufra. Luego, lo deja solo y él se dirige al comedor y se sienta en el piano que le regalaron hace años. Pensativo, garabatea tres palabras sobre una partitura: Desarma y sangra.

 

Julio de 1809. Ludwig Van Beethoven se despierta transpirado. La tormenta se acerca. Así como está, con polainas y ropa de dormir, se incorpora y se dirige a la sala de estar. Una vez allí, se sienta en el piano negro situado junto al gran ventanal, y sus dedos le regalan al mundo, por primera vez, una melodía que aún debe esperar un siglo y medio para nacer.

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